Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo A
San Francisco de Sales
Su caridad con el prójimo
Para comprender la caridad de Francisco de Sales, es preciso recordar que no era
en él esta virtud el amor humano de un corazón bueno y sensible, sino era caridad
sobrenatural en su principio y en su objeto: en su principio, porque procedía del amor
mismo de Dios, pues según su doctrina, el amor divino no sólo ordena el amor del
prójimo, sino además le produce en el fondo del corazón, como imagen y semejanza
suya; y en su objeto, porque Dios mismo y Jesucristo su Hijo, eran lo que él veía y
amaba en todos los hombres. "Me parece, decía, que no amo nada en todo más que a
Dios y a todos los hombres por Dios, y que todo lo que no es Dios o por Dios, es para mí
nada. ¡Oh! ¿Cuándo veremos al prójimo en el pecho del Salvador? El que le mira fuera
de ese lugar, corre riesgo de no amarle pura, constante e igualmente. Pero allí, ¿quién
no le amará? ¿Quién no le soportará? ¿Quién no sufrirá sus imperfecciones? ¿Quién le
encontrará con poca gracia o fastidioso, cuando se le ve en este pecho sagrado como
objeto tan amado y tan amable, que el Dios Salvador muere de amor por él? A la
manera que el coral, añadía, mientras que está en el mar, es un arbusto verdoso y sin
belleza, pero al sacarlo de él y ponerlo al sol, encanta por su color encendido y su brillo,
del mismo modo, mientras el amor del prójimo se contiene en los límites de la
naturaleza, no tiene bondad ni hermosura, pero así que es expuesto al sol del amor de
Dios y santificado con su espíritu, que es caridad, se manifiesta en toda su perfección,
ayudando al prójimo con palabras, obras y ejemplos, proveyendo a todas sus
necesidades cuanto puede, alegrándose de su dicha, sobre todo de su progreso
espiritual, deseándole los bienes de la gracia y procurándoselos con grande afecto, pero
sin turbación de espíritu y sin indignarse ante los acontecimientos contrarios".
Era un principio del santo Obispo, que no se debe nunca rehusar a otro el servicio
o consuelo que pueda hacérsele; y efectivamente, se le vio siempre hacer al prójimo
todo el bien que podía, sin reparar en el daño que a él pudiera sobrevenirle, y cuando,
viendo que lo consumían las fatigas, le decían que tanta abnegación agotaría sus
fuerzas y su vida: "Diez años de vida más o menos no son nada", respondía, y
continuaba sus excesivos trabajos, que, según la opinión de muchos, abreviaron su
existencia.
En los que en primer término ejercía el santo Obispo su caridad, era en sus
amigos, y lo mismo hacía con sus enemigos, que los tuvo en gran número, de los cuales
no se vengó nunca sino haciéndoles todo el bien posible; de suerte que era cosa sabida,
que bastaba haberle causado algún disgusto para experimentar al punto los efectos de
su bondad, o haberle ultrajado para recibir sus favores. "No sé, decía, cómo tengo
formado el corazón; pero experimento tanto placer, siento una suavidad tan deliciosa y
tan particular en amar a mis enemigos que si Dios me hubiera prohibido amarlos, me
hubiera costado trabajo obedecer. Hay, cierto, en eso un pequeño, combate, pero al fin
se ha de llegar a esta palabra de David: Airáos pero no pequéis."
Hacía dos años que un sujeto le perseguía con palabras de menosprecio y
desdén, a él y a su querida Orden de la Visitación; y he aquí, que hablando el santo en
una de sus cartas de este personaje, que se había hecho enemigo de él, escribe estas
palabras: "Le amo de un modo increíble. ¡Oh, cuánto bien le deseo!" Y algún tiempo
después, habiendo sabido su muerte, manifestó vivo dolor, como si hubiera perdido a
un amigo. Algunos meses más tarde, hablándole aún de aquel enemigo: "¡Ah! dijo,
todos los días ruego a Dios por él cuando estoy en el santo altar".
(...)
Después de haber recibido a las personas que se presentaban,
este caritativo pastor iba en persona a ver a aquellas a quienes la
enfermedad impedía ir a él, y entonces era cuando brillaba mejor aún
la ternura de su caridad, que no hacía distinción entre grandes y
pequeños, entre pobres y ricos. Uno de sus mayores gozos era oír a los
pobres darle el título de padre. "Un día, refiere el Obispo de Belley, que
viajaba yo con él por el lago de Annecy, los bateleros le decían padre
mío, y le hablaban familiarmente. — ¿Lo veis? me dijo, esta gente me
llama su padre, y me aman como si lo fuera. ¡Oh cuánto más placer me
causan llamándome así, que los que me hacen muchos cumplidos
dándole el título de Monseñor!"
Se concibe fácilmente cuán caritativa había de ser con los pobres que estaban en
necesidad, un alma tan buena. Los lunes todos y los jueves daba en la puerta de su pa-
lacio una limosna general, más o menos grande, según el rigor de los tiempos y de las
estaciones, y distribuía a todos pan, sopa, legumbres o vestidos. Los demás días daba
limosna individual a todos los que se presentaban, sin rehusar nada a nadie y si no tenía
dinero a mano, lo pedía antes que dejar que se volviera el pobre con las manos vacías,
o bien le daba su ropa, sus vestidos o su calzado. Una vez dio hasta los zapatos que
tenía puestos, en otra ocasión entregó las vinajeras de plata de su capilla, y cuando el
mayordomo quiso reconvenirle por ello: "Las vinajeras de cristal, le contestó sonriendo,
son preferible a éstas, porque en aquellas es imposible confundir el agua con el vino del
sacrificio".
Habiéndose presentado un pobre delante de él cubierto de
harapos, mandó a su empleado le diera uno de sus vestidos interiores;
el criado obedeció, pero encontrando el pobre el vestido demasiado
remendado: "Monseñor, exclamó, ved lo que me dan. —Mirad, dijo el
caritativo Obispo al sirviente, si hay alguno mejor—. De todo lo que
tenéis, contestó éste, es lo menos malo. — ¡Ay, amigo mío! dijo
entonces el santo Prelado, no tengo otra cosa mejor; tened la bondad
de contentaros con eso".
Finalmente, todos los años el Jueves Santo servía la comida a doce pobres, y les
distribuía una suma considerable después de haberles lavado los pies con un conti-
nente piadoso y humilde, que edificaba a todos los asistentes, y de habérselos besado
con ternura.
Los religiosos que pasaban por Annecy y no tenían allí casa de su Orden, y todos
los eclesiásticos que se presentaban, eran recibidos en su palacio. El santo Prelado
cuidaba que nada les faltase, y unía con estos buenos oficios una afección fraternal y
cordial, que agradecían ellos más aún que el beneficio de la hospitalidad.
Los pobres vergonzantes no eran olvidados en la solicitud del caritativo pastor;
tenía éste una lista circunstanciada de ellos, y se informaba con discreción de todas sus
necesidades, haciéndoles llegar sus limosnas de modo que no se ofendiera en
delicadeza; y no pueden contarse, refiere un testigo ocular, cuántos fueron aquellos a
quienes así socorría.
Cuando estaba ausente, disponía que continuaran sus limosnas
como si estuviera en Annecy; y además de estas larguezas de su
caridad, proveía también a todas las necesidades de los monasterios y
de las casas en donde acogían a los indigentes, cuidando con paternal
solicitud que no faltara nada de lo necesario a los que le rodeaban. Por
una caridad que está fuera de las reglas comunes, y que no nos
atreveríamos a poner por modelo, distribuía aun en el santo tribunal, a
sus penitentes pobres una limosna proporcionada a sus necesidades, y
les decía que por este medio, si fuera el que más les conviniese, pi-
dieran socorro en su necesidad. A los pobres que rehusaban
confesarse, no dejaba por eso de socorrerlos; con frecuencia daba
grandes limosnas a las mujeres que le prometían dejar el mal vivir; y
aunque infieles a su palabra, continuaran en la misma vida, no por eso
cesaba él de hacerles bien. "Esto es tiempo y dinero perdido, le de-
cían. — ¡Ay! Contestaba, ¡es tan grande la miseria humana! Es preciso
tener compasión, y no desesperar nunca de la conversión de nadie.
Algunas veces, en vez de pedirle a título de limosnas, le pedían a título de
préstamo, y él condescendía gustoso, no porque contara mucho con la restitución, sino
porque este modo de dar es menos humillante. Habiendo recibido de él un hombre de
mediana condición, doce escudos en calidad de préstamo, quiso extender el recibo
correspondiente. "No es necesario, dijo Francisco, me fío en vuestra palabra; y por lo
demás, la suma no es tan grande que el perderla me cause grave perjuicio. No os
afanéis por devolvérmela, pues os aseguro que no os la pediré nunca". Este hombre,
demasiado orgulloso para sufrir que pareciese que recibía una limosna, contestó que
devolvería la suma recibida al cabo de un mes, y que no la aceptaría sin dar recibo.
Francisco dejó que lo hiciese, y habiendo vuelto el deudor al cabo de un mes para
pedirle prestado otros diez escudos sin hablar de los doce que debía, Francisco le
entregó su recibo diciéndole: "No me pedís prestado más que diez escudos; pues ahí
tenéis doce que os doy de todo corazón".
Fiel a estos principios, Francisco toleraba los defectos de todos, se acomodaba al
carácter de cada cual, conversaba gustoso con las personas más groseras y de baja
condición, sin desdeñar a nadie por pobre y miserable que fuese.
Una vez se presentaron dos jóvenes para ser religiosas, pero con la condición de
no dejar una de ellas sus pendientes y la otra una sortija de cristal que llevaba en el
dedo. La Madre Chantal y la comunidad no querían admitirlas; pero el santo,
conociendo que, fuera de esto, tenían verdadera vocación, las recibió por su propia
autoridad, diciendo que se debía tolerar al prójimo hasta en sus bagatelas; y bien
pronto las nuevas religiosas, reflexionando por sí mismas sobre su vanidad, arrojaron
aquel inútil adorno, avergonzadas ante Dios y ante los hombres de una pretensión tan
ridícula.
A esta indulgencia con los defectos del prójimo correspondía una aversión no
menor a la maledicencia, que los censura y publica. "Si se quitara la maledicencia del
mundo, decía, se quitarían la mayor parte de los pecados". Por eso no podía sufrir que
se hablara desfavorablemente de nadie; y cuando se atrevían a tener este lenguaje en
su presencia, procuraba excusar el mal que se refería: "Si una falta tuviera cien caras,
decía, sería necesario mirarla siempre por el lado mejor". No fue menos ingenioso en
hacer callar a otro censor, que denigraba el saber de un sacerdote, al mismo tiempo
que alababa su virtud. "Es cierto, dijo, que la ciencia y la piedad son los dos ojos de un
buen eclesiástico; pero así como no se deja de recibir a las órdenes a los que no tienen
más que un ojo, sobre todo si es el del canon, así un sacerdote que tiene el ojo del
canon, es decir, la vida ejemplar y canónica, puede ser un buen religioso. Si no tiene el
talento que brilla en el púlpito, basta que pueda exhortar y reprender. Dios hizo que
Balaam fuese instruido por una burra".
Las burlas que se hacen del prójimo, no contristaban menos que las
murmuraciones el corazón bondadoso del santo Obispo. Siempre que las oía,
manifestaba su disgusto con la tristeza de su semblante y mudaba la conversación; o si
no podía, no temía decir a los que se burlaban: "¿Quién os ha dado •derecho para
divertiros a expensas del prójimo? ¿Quisierais que os tratasen así, haciendo anatomía
en vuestros defectos?
La caridad de Francisco de Sales no se ejercitaba sólo con los vivos, sino además
seguía a los muertos más allá del sepulcro, y no era menos tierna con ellos después de
la muerte que durante su vida. Por esto no se olvidaba de rogar y ganar indulgencias
por las almas del purgatorio, y recomendaba a sus penitentes esta práctica como muy
agradable a Dios.
( Por Francisco de Sales a Cristo , Sociedad de sacerdotes diocesanos de
San Francisco de Sales, 1976, pág. 45-51)