Domingo 20 febrero 2011
El Evangelio de Hoy
Mt 5,38-48
Serán hijos del Padre que está en el cielo
El Evangelio de este domingo es la continuación del
Sermón de la Montaña que hemos estado leyendo de forma con-
tinuada en los últimos domingos. El texto del Evangelio de
hoy no se leía en la liturgia dominical desde el año 1996.
Corresponde al Domingo VII del tiempo ordinario en el ciclo
A de lecturas, que este año se celebra, porque el comienzo
del tiempo de Cuaresma se atrasa bastante. Debemos prestar,
entonces, especial atención a él y dejarnos iluminar por
él. En esta enseñanza Jesús realiza especialmente su iden-
tidad: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina
en las tinieblas, sino que tiene la luz de la vida» (Jn
8,12). ¿No será que este silencio tan prolongado de un tex-
to evangélico, en su situación de mayor eficacia, a saber,
la celebración eucarística dominical, haya creado un vacío
que se deja sentir en nuestra sociedad y en el mundo?
Jesús sigue en su misión de «llevar a plenitud la Ley
y los profetas». Pero esta vez no lo hace con mandamientos
particulares del Decálogo –no matarás, no cometerás adulte-
rio, no perjurarás–, como en la lectura del domingo pasado,
sino con preceptos más generales que gobiernan los conflic-
tos entre los seres humanos: la violencia, las ofensas, las
riñas, los abusos, etc. Jesús lleva a plenitud dos de esos
preceptos: Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y
diente por diente”... Ustedes han oído que se dijo: “Amarás
a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”.... La plenitud que
Jesús dará a esos preceptos, sin la gracia de Dios, no sólo
es imposible cumplirlos, sino que es imposible siquiera en-
tenderlos y aceptarlos.
La norma «ojo por ojo y diente por diente» estaba da-
da por Dios en el Antiguo Testamento para resolver los con-
flictos en que se causaba un daño físico. El agresor debía
recibir un castigo igual al daño causado, y no mayor. Era
una norma dada por Dios para disuadir a un agresor y, si no
obstante, la agresión se producía, para limitar la vengan-
za. El agresor no podía recibir un castigo mayor que el da-
ño causado. La formulación de ese precepto nos parece algo
bárbaro y cruel: «Ojo por ojo y diente por diente»; pero
debemos reconocer que difícilmente se cumple incluso hoy.
Generalmente nos desquitamos con más, a veces, mucho más.
Si alguien nos da una bofetada, le respondemos con dos o
tres o mucho más.
El precepto de Jesús es este: «Yo les digo: No hagan
frente a quien les hace mal; al contrario, si alguien te da
una bofetada en la mejilla derecha, presentale también la
otra...». Este precepto lo entienden pocos y lo cumplen
sólo los santos. Es el precepto de Jesús.
El otro precepto antiguo Jesús lo lleva a plenitud
así: «Yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus
perseguidores...». Es raro ver hoy entre nosotros el cum-
plimiento de este precepto. Basta ver el comportamiento de
los personajes públicos en la arena política –que deberían
ser nuestro referente–, para comprender cuán lejos estamos
de esa meta.
El cumplimiento de estos preceptos Jesús los pone co-
mo condición para poder ser hijos de Dios, para compartir
con Dios su naturaleza divina: «Así serán hijos del Padre
que está en el cielo». Nadie puede ser hijo de otro si no
comparte su misma naturaleza, si no se asemeja al otro. Por
eso Jesús concluye: «Sean perfectos, como es perfecto el
Padre que está en el cielo». Es lo mismos que decir: «Sean
hijos de Dios y comportense en consecuencia». ¿Cómo se pue-
de ser hijo de Dios? Una sola manera: acogiendo en la pro-
pia vida a su Hijo Jesucristo: «Vino al mundo la luz verda-
dera que ilumina a todo hombre... A cuantos lo recibieron
les dio el poder de ser hijos de Dios, a los que creen en
él» (Jn 1,9.12).
Sería de desear que el texto evangélico de este do-
mingo se pudiera leer en la liturgia eucarística dominical
con mayor frecuencia. Echamos de menos la potente luz divi-
na que proyectaría sobre nuestra convivencia social.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles