JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 8 de septiembre de 2002
1. En la página evangélica de hoy Jesús dice a los discípulos: "Os aseguro que si
dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi
Padre del cielo" ( Mt 18, 19). Estas palabras, acogidas con fe, abren el corazón a
la confianza. Dios es padre misericordioso, que escucha la invocación de sus
hijos adoptivos.
Cuando los creyentes oran, conmueven el corazón de Dios, para el que nada es
imposible. Por eso, como escribí en la Novo millennio ineunte , es preciso que se
distingan "en el arte de la oración" (n. 32), de modo que todas las comunidades
cristianas lleguen a ser "auténticas escuelas de oración" (n. 33).
2. Por desgracia, asistimos con frecuencia a situaciones y hechos dramáticos que
siembran en la opinión pública desconcierto y angustia. El hombre moderno se
muestra seguro de sí y, sin embargo, especialmente en ocasiones cruciales,
debe reconocer su impotencia: experimenta la incapacidad de intervenir y, en
consecuencia, vive en la incertidumbre y en el miedo. En la oración, impregnada
de fe, reside el secreto para afrontar, no sólo en las emergencias, sino también
día a día, los esfuerzos y los problemas personales y sociales. Quien ora no se
desanima ni siquiera ante las dificultades más serias, porque siente a Dios a su
lado y encuentra refugio, serenidad y paz entre sus brazos paternos. Además,
quien se abre con confianza a Dios, se abre con mayor generosidad al prójimo y
es capaz de construir la historia según el proyecto divino.
Amadísimos hermanos y hermanas, "que enseñar a orar se convierta de alguna
manera en un punto determinante de toda programación pastoral" ( ib. , n. 34).
Es muy importante orar cada día, personalmente y en familia. Que orar, y orar
juntos, sea el aliento diario de las familias, de las parroquias y de toda
comunidad.