No lo imposible, sino lo perfecto
Homilía para el domingo VII del tiempo ordinario (ciclo A)
El Evangelio conduce “la Ley a su plenitud mediante la imitacin de la
perfección del Padre celestial, mediante el perdón de los enemigos y la
oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina”
( Catecismo 1968).
Jesús personifica con su doctrina y con su vida esta plenitud de la Ley. En
su enseñanza, el Señor explica su propio ser y actuar. Como nos recuerda el
Papa, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en
nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los
conceptos: un realismo inaudito” ( Deus caritas est , 12).
Desde esta perspectiva, las palabras del Evangelio (cf Mt 5,38-48) - que, en
un primer acercamiento, podrían parecer un programa imposible - se
convierten en un estilo de vida que podemos ver claramente reflejado en
Jesucristo. Él, decía San Jernimo, “no manda cosas imposibles, sino
perfectas”.
En la Cruz se realiza el amor en su forma más radical, más perfecta, más
divina: “Nuestro Seor estuvo preparado, no slo a permitir que le hiriesen
en la otra mejilla por la salvación de todos, sino a ser crucificado en todo su
cuerpo”, comenta San Agustín. De su corazón traspasado brota el amor de
Dios como un río de agua viva capaz de transformar nuestros corazones y
hacerlos semejantes al suyo.
La plenitud de la Ley consiste, más allá de la letra de sus preceptos, en
imitar a Dios; es decir, en identificarnos con Jesucristo acogiendo y
haciendo nuestro el amor gratuito y desinteresado que el Padre nos ofrece:
“Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad
por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que
está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la
lluvia a justos e injustos” ( Mt 5,44-45).
El Señor nos pide purificar nuestra facultad humana de amar y elevarla a la
perfección sobrenatural del amor divino: “Sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto” ( Mt 5,48). Así como los hijos carnales se parecen a sus
padres por algún rasgo del cuerpo, nosotros, que somos hijos espirituales
de Dios, nos pareceremos a Él por la santidad.
Sólo con la ayuda de Dios, con la gracia del Espíritu Santo, será posible
realizar el tránsito desde un amor limitado – “amar a los que nos aman” – a
un amor perfecto. Necesitamos ahondar en el encuentro con el Señor
mediante la oración y los sacramentos para “estar habitualmente en
presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él” ( Catecismo
2565).
No otro es el testimonio de los santos. “La beata Teresa de Calcuta – señala
el Papa - es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios en la
oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al
amor al prjimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello”
( Deus caritas est , 36).
En ese coloquio interior con Dios descubriremos la grandeza de su
compasin y de su misericordia, la clemencia de quien “no nos trata como
merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas” ( Sal 102).
Guillermo Juan Morado.