La Cátedra de San Pedro, apóstol
Pedro confiesa su fe en Jesús como Dios, movido por el Espíritu Santo
1 Pedro 5,1-4.
1 A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como
ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está
para manifestarse. 2 Apacentad la grey de Dios que os está encomendada,
vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino
afán de ganancia, sino de corazón; 3 no tiranizando a los que os ha tocado
cuidar, sino siendo modelos de la grey. 4 Y cuando aparezca el Mayoral,
recibiréis la corona de gloria que no se marchita.
Salmo 23,1-6 1
De David. Yahveh es mi pastor, nada me falta. 2 Por prados de fresca
hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, 3 y conforta
mi alma; me guía por senderos de justicia, en gracia de su nombre. 4
Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas
conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan. 5 Tú preparas ante mí
una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante
está mi copa. 6 Sí, dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi
vida; mi morada será la casa de Yahveh a lo largo de los días
Evangelio: (Mt 16,13-19):
En aquel tiempo, llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta
pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías,
otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles Él: «Y vosotros, ¿quién
decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo».
Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás,
porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está
en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré
las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en
los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».
Comentario: 1. Benedicto XVI explicaba así la fiesta: “La liturgia latina
celebra hoy la fiesta de la cátedra del San Pedro. Se trata de una tradición
muy antigua, testimoniada en Roma desde finales del siglo IV, con la que se
da gracias a Dios por la misión confiada al apóstol Pedro y a sus sucesores.
La «cátedra», literalmente, quiere decir la sede fija del obispo, colocada en
la iglesia madre de una diócesis, que por este motivo es llamada
«catedral», y es el símbolo de la autoridad del obispo y, en particular, de su
«magisterio», es decir, de la enseñanza evangélica que él, en cuanto
sucesor de los apóstoles, está llamado a custodiar y transmitir a la
comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia
particular que le ha sido confiada, con la mitra y el báculo, se sienta en su
cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los
fieles, en la fe, en la esperanza y en la caridad.
¿Cuál fue, entonces, la «cátedra» de san Pedro? Él, escogido por Cristo
como «roca» sobre la cual edificar la Iglesia (Cf. Mateo 16,18), comenzó su
ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de
Pentecostés. La primera «sede» de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable
que en aquella sala, donde también María, la Madre de Jesús, rezó junto a
los discípulos, se reservara un puesto especial a Simón Pedro.
Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada en el río
Oronte, en Siria, hoy en Turquía, en aquellos tiempos la tercera ciudad del
imperio romano después de Roma y de Alejandría de Egipto. De aquella
ciudad, evangelizada por Bernabé y Pablo, en la que «por primera vez, los
discípulos recibieron el nombre de "cristianos"» (Hechos 11, 26), Pedro fue
el primer obispo. De hecho, el Martirologio Romano, antes de la reforma del
calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de
Pedro en Antioquía. Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por
tanto, nos encontramos con el camino que va de Jerusalén, Iglesia naciente,
a Antioquía, primer centro de la Iglesia, que agrupaba a paganos, y todavía
unida también a la Iglesia proveniente de los judíos. Después, Pedro se
dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del «Orbis» -la «Urbs» que
expresa el «Orbis», la tierra- donde concluyó con el martirio su carrera al
servicio del Evangelio. Por este motivo, la sede de Roma, que había recibido
el mayor honor, recibió también la tarea confiada por Cristo a Pedro de
estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la
unidad de todo el Pueblo de Dios.
La sede de Roma, después de estas migraciones de san Pedro, fue
reconocida como la del sucesor de Pedro, y la «cátedra» de su obispo
representó la del apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su
rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por
ejemplo, san Ireneo, obispo de Lyón, pero que era originario de Asia Menor,
quien en su tratado «Contra las herejías» describe a la Iglesia de Roma
como la más grande y más antigua conocida por todos; fundada y
constituida en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo» y
añade: «Con esta Iglesia, por su eximia superioridad, debe estar en
acuerdo la Iglesia universal, es decir, los fieles que están por doquier» (III,
3, 2-3). Poco después, Tertuliano, por su parte, afirma: «¡Esta Iglesia de
Roma es bienaventurada! Los apóstoles le derramaron, con su sangre, toda
la doctrina». La cátedra del obispo de Roma representa, por tanto, no sólo
su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo
el Pueblo de Dios.
Celebrar la «cátedra» de Pedro, como hoy lo hacemos, significa, por tanto,
atribuir a ésta un fuerte significado espiritual y reconocer en ella un signo
privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere reunir a
toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación. Entre los numerosos
testimonios de los Padres, quisiera ofrecer el de san Jerónimo, tomado de
una carta suya escrita al obispo de Roma, particularmente interesante
porque menciona explícitamente la «cátedra» de Pedro, presentándola
como puerto seguro de verdad y de paz. Así escribe Jerónimo: «He decidido
consultar a la cátedra de Pedro, donde se encuentra esa fe que la boca de
un apóstol ha ensalzado; vengo ahora a pedir alimento para mi alma allí,
donde recibí el vestido de Cristo. No sigo otro primado sino el de Cristo; por
esto me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de
Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» («Las cartas» I,
15,1-2).
Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de san Pedro,
como sabéis, se encuentra el monumento a la cátedra del apóstol, obra de
Bernini en su madurez, realizada en forma de gran trono de bronce,
sostenida por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de
occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de oriente, san Juan
Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra sugerente,
que hoy es posible admirar, adornada con velas, y a rezar particularmente
por el ministerio que Dios me ha confiado. Al elevar la mirada ante el vitral
de alabastro que se encuentra precisamente ante la cátedra, invocad al
Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio
cotidiano a toda la Iglesia. Por esto y por vuestra deferente atención, os doy
las gracias de corazón”.
2. El salmo está dedicado a Cristo, el buen pastor, que nos guía a lo largo
de la vida, hasta el cielo. En cuatro estrofas saboreamos los buenos
momentos de la infancia, los malos del dolor y sufrimiento también
acompañados del Señor, la prenda de cielo que es la Misa en la tercera
estrofa, y por fin el cielo para siempre en la final. Pero hoy lo dedicamos al
Papa, y seguimos con sus palabras: “expresa la misión que Cristo le confió
a él y a sus sucesores: apacentar su rebaño con la predicación del
Evangelio. Después del Cenáculo de Jerusalén y de Antioquía, Pedro se
estableció en Roma, donde culminó su vida con el martirio. Por esto, la sede
de Roma no está sólo al servicio de la comunidad romana, sino también de
las demás Iglesias. Así lo afirma el Padre de la Iglesia San Jerónimo: «Yo no
sigo más primado que el de Cristo; por eso estoy en comunión con tu
beatitud, esto es, con la cátedra de Pedro. Yo sé que sobre esta piedra ha
sido edificada la Iglesia».
Esta celebración de hoy significa reconocer un signo privilegiado del amor
de Dios, Pastor bueno, que quiere reunir a su Iglesia y guiarla a la
salvación. Por esto, os invito a rezar de modo particular por el ministerio
que Dios me ha confiado, pidiendo al Espíritu Santo que, con su luz y su
fuerza, me sostenga en el servicio cotidiano a toda la Iglesia”.
3. Recuerdo que tal día como hoy pude celebrar Misa en el altar de S.
Pedro, con su sacra tumba, fue un día de mi época romana, cuando un
amigo sacerdote alemán, entonces seminarista, me invitó a acompañarle en
su visita a las siete basílicas romanas, comenzando por la celebración de la
Misa en la tumba de San Pedro, en el altar de debajo del altar mayor que se
le llama también "altar de la confesión" por estar encima del lugar conocido
como "Confesión de San Pedro", lugar donde está enterrado el Apóstol y
encima del cual está el altar donde tuvimos la Misa. (Se llama al lugar “de
confesión” de S. Pedro pues en ese lugar sufrió martirio, "confesando" su fe.
En el ábside un enorme trono de bronce representa "la Cátedra de Pedro",
relicario que contiene restos de una silla antigua que tiene el símbolo de ser
la de San Pedro aunque quizá la tradición arranca de época de
Constantino). Nos dice la liturgia que se llama cathedra (de κθεδρ, sedes)
la silla eminente reservada al obispo cuando preside la asamblea. Sabemos
que las cátedras usadas por los apóstoles y por los primeros obispos eran
conservadas celosamente en las iglesias, y por una fácil deducción habían
llegado a ser símbolo perenne de una autoridad y de un magisterio superior.
“Percurre ecclesias apostólicas decía ya Tertuliano apad quas ipsae
avhuc cathedrae apostolorum sais locis praesident”. En Roma, en efecto, la
cátedra de San Pedro fue en seguida objeto de culto litúrgico dirigido a su
suprema paternidad espiritual. Un objeto que desde final del siglo II se
presenta frecuentemente en el arte cristiano es el Cristo sentado en la
cátedra, como Maestro que enseña a los apóstoles, colocados alrededor de
él; más aún, más tarde la sola cátedra, vacía o coronada por una cruz, se
convierte en el símbolo de la divinidad.
En ese día, que celebramos la Cátedra de san Pedro, la Misa tenía ahí un
sabor particular, recuerda que «es escogido sólo Pedro para ser antepuesto
a la vocación de todas las naciones, a todos los Apóstoles y a todos los
padres de la Iglesia» (San León Magno).
2. Pero seguiremos el comentario de Benedicto XVI al Evangelio de hoy que
muestra la confesión de Pedro y la proclamación de su “cátedra” por parte
de Jesús, es decir de su magisterio como primado. “En los tres Evangelios
sinópticos, aparece como un hito importante en el camino de Jesús el
momento en que pregunta a los discípulos acerca de lo que la gente dice y
lo que ellos mismos piensan de Él (cf. Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20; Lc 9, 18-
21). En los tres Evangelios Pedro contesta en nombre de los Doce con una
declaración que se aleja claramente de la opinión de la «gente». En los tres
Evangelios, Jesús anuncia inmediatamente después su pasión y
resurrección, y añade a este anuncio de su destino personal una enseñanza
sobre el camino de los discípulos, que es un seguirle a Él, al Crucificado.
Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz se explica
también de un modo esencialmente antropológico, como el camino del
«perderse a sí mismo», que es necesario para el hombre y sin el cual le
resulta imposible encontrarse a sí mismo (cf. Mc 8, 31-9.1; Mt 16, 21-28;
Lc 9, 22-27). Y, finalmente, en los tres Evangelios sigue el relato de la
transfiguración de Jesús, que explica de nuevo la confesión de Pedro
profundizándola y poniéndola al mismo tiempo en relación con el misterio
de la muerte y resurrección de Jesús (cf. Mc 9,2-13; Mt 17, 1-13; Le 9, 28-
36).
Sólo en Mateo aparece, inmediatamente después de la confesión de Pedro,
la concesión del poder de las llaves del reino el poder de atar y desatar
unida a la promesa de que Jesús edificará sobre él Pedro su Iglesia
como sobre una piedra. Relatos de contenido paralelo a este encargo y a
esta promesa se encuentran también en Lucas 22,3ls, en el contexto de la
Ultima Cena, y en Juan 21, 15-19, después de la resurrección de Jesús.
Por lo demás, en Juan se encuentra también una confesión de Pedro que se
coloca igualmente en un hito importante del camino de Jesús, y que sólo
entonces le da al círculo de los Doce toda su importancia y su fisonomía (cf.
Jn 6, 68s). Al tratar la confesión de Pedro según los sinópticos tendremos
que considerar también este texto que, a pesar de todas las diferencias,
muestra elementos fundamentales comunes con la tradición sinóptica”.
Estas explicaciones quieren dejar claro que la confesión de Pedro sólo se
puede entender correctamente en “el contexto en que aparece, en relación
con el anuncio de la pasión y las palabras sobre el seguimiento: estos tres
elementos las palabras de Pedro y la doble respuesta de Jesús van
indisolublemente unidos. Para comprender dicha confesión es igualmente
indispensable tener en cuenta la confirmación por parte del Padre mismo, y
a través de la Ley y los Profetas, después de la escena de la
transfiguración”. Al comentar las escenas de los otros Evangelistas se
explicará con más detalle. Este gran entramado de sucesos y palabras, en
Mateo y Marcos se sitúan en el escenario de Cesárea de Felipe (hoy
Banyás), el santuario de Pan erigido por Herodes el Grande junto a las
fuentes del Jordán. “La tradición ha ambientado la escena en un lugar en el
que un empinado risco sobre las aguas del Jordán simboliza de forma
sugestiva las palabras acerca de la roca.
La doble pregunta de Jesús sobre la opinión de la gente y la convicción de
los discípulos “presupone que existe, por un lado, un conocimiento exterior
de Jesús que no es necesariamente equivocado aunque resulta ciertamente
insuficiente, y por otro lado, frente a él, un conocimiento más profundo
vinculado al discipulado, al acompañar en el camino, y que sólo puede
crecer en él. Los tres sinópticos coinciden en afirmar que, según la gente,
Jesús era Juan el Bautista, o Elías o uno de los profetas que había
resucitado; Lucas había contado con anterioridad que Herodes había oído
tales interpretaciones sobre la persona y la actividad de Jesús, sintiendo por
eso deseos de verlo. Mateo añade como variante la idea manifestada por
algunos de que Jesús era Jeremías. Todas estas opiniones tienen algo en
común: sitúan a Jesús en la categoría de los profetas, una categoría que
estaba disponible como clave interpretativa a partir de la tradición de Israel.
En todos los nombres que se mencionan para explicar la figura de Jesús se
refleja de algún modo la dimensión escatológica, la expectativa de un
cambio que puede ir acompañada tanto de esperanza como de temor.
Mientras Elías personifica más bien la esperanza en la restauración de
Israel, Jeremías es una figura de pasión, el que anuncia el fracaso de la
forma de la Alianza hasta entonces vigente y del santuario, y que era, por
así decirlo, la garantía concreta de la Alianza; no obstante, es también
portador de la promesa de una Nueva Alianza que surgirá después de la
caída. Jeremías, en su padecimiento, en su desaparición en la oscuridad de
la contradicción, es portador vivo de ese doble destino de caída y de
renovación”.
Estas “aproximaciones” al misterio de Jesús son también camino hacia el
núcleo esencial, pero no llegan a la naturaleza de Jesús ni a su novedad.
“Se aproximan a él desde el pasado, o desde lo que generalmente ocurre y
es posible; no desde sí mismo, no desde su ser único, que impide el que se
le pueda incluir en cualquier otra categoría. En este sentido, también hoy
existe evidentemente la opinión de la «gente», que ha conocido a Cristo de
algún modo, que quizás hasta lo ha estudiado científicamente, pero que no
lo ha encontrado personalmente en su especificidad ni en su total alteridad.
Karl Jaspers ha considerado a Jesús como una de las cuatro personas
determinantes, junto a Sócrates, Buda y Confucio, reconociéndole así una
importancia fundamental en la búsqueda del modo recto de ser hombres;
pero de esa manera resulta que Jesús es uno entre tantos, dentro de una
categoría común a partir de la cual se les puede explicar, pero también
delimitar”.
Hoy se considera a Jesús como uno de los grandes fundadores de una
religión en el mundo, con una gran experiencia de Dios: «experiencia» hace
referencia a un contacto real con lo divino, “pero al mismo tiempo comporta
la limitación del sujeto que la recibe”. Esto va bien para nosotros, pero no
para la “experiencia” de Jesús. Nosotros captamos sólo fragmentos de la
verdad, la realidad es perceptible, y la interpretamos según lo que vemos.
Siempre tenemos algo relativo, que deberá ser sucesivamente completado
con otros fragmentos percibidos por otros. Pero ¿Jesús es sólo esto?
La confesión de fe de Pedro adquiere aquí una relevancia particular. “¿Cómo
se expresa? En cada uno de los tres sinópticos está formulado de manera
distinta, y de manera aún más diversa en Juan”. Según Marcos, Pedro le
dice simplemente a Jesús: «Tú eres [el Cristo] el Mesías» (8, 29). Según
Lucas, Pedro lo llama «el Cristo [el Ungido] de Dios» (9,20) y, según Mateo,
dice: «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios vivo» (16,16). Finalmente,
en Juan la confesión de Pedro reza así: «Tú eres el Santo de Dios» (6, 69).
“Puede surgir la tentación de elaborar una historia de la evolución de la
confesión de fe cristiana a partir de estas diferentes versiones. Sin duda, la
diversidad de los textos refleja también un proceso de desarrollo en el que
poco a poco se clarifica plenamente lo que al principio, en los primeros
intentos, como a tientas, se indicaba de un modo todavía vago”. Es una
confesión ligada a lo que recibirá de Jesús: “Este encargo especial de Pedro
aparece no sólo en Mateo, sino de un modo diferente, aunque análogo en
lo sustancial también en Lucas y Juan, e incluso en Pablo mismo.
Precisamente en la apasionada apología de la Carta a los Gálatas se
presupone muy claramente el encargo especial de Pedro; este primado está
documentado realmente mediante la tradición en toda su amplitud y en
todos sus más diversos filones”.
3. Vamos a la confesión que Pedro hace de Cristo. “La investigación habla,
en relación con el cristianismo de los orígenes, de dos tipos de fórmulas de
confesión: la «sustantiva» y la «verbal»; para entenderlo mejor podríamos
hablar de tipos de confesión de orientación «ontológica» y otros orientados
a la historia de la salvación. Las tres formas de la confesión de Pedro que
nos transmiten los sinópticos son «sustantivas»: Tú eres el Cristo; el Cristo
de Dios; el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El Señor pone siempre al lado de
estas afirmaciones sustantivas la confesión «verbal»: el anuncio anticipado
del misterio pascual de cruz y resurrección. Ambos tipos de confesión van
unidos, y cada uno queda incompleto y en el fondo incomprensible sin el
otro. Sin la historia concreta de la salvación, los títulos resultan ambiguos:
no sólo la palabra «Mesías», sino también la expresión «Hijo del Dios vivo».
También este título se puede entender como totalmente opuesto al misterio
de la cruz. Y viceversa, la mera afirmación de lo que ha ocurrido en la
historia de la salvación queda sin su profunda esencia, si no queda claro
que Aquel que allí ha sufrido es el Hijo del Dios vivo, es igual a Dios (cf. Flp
2, 6), pero que se despojó a sí mismo y tomó la condición de siervo
rebajándose hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2, 7s). En este
sentido, sólo la estrecha relación de la confesión de Pedro y de las
enseñanzas de Jesús a los discípulos nos ofrece la totalidad y lo esencial de
la fe cristiana. Por eso, también los grandes símbolos de fe de la Iglesia han
unido siempre entre sí estos dos elementos.
Y sabemos que los cristianos en posesión de la confesión justa tienen
que ser instruidos continuamente, a lo largo de los siglos, y también hoy,
por el Señor, para que sean conscientes de que su camino a lo largo de
todas las generaciones no es el camino de la gloria y el poder terrenales,
sino el camino de la cruz. Sabemos y vemos que, también hoy, los
cristianos nosotros mismosllevan aparte al Señor para decirle: «¡No lo
permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mi 16,22). Y como dudamos
de que Dios lo quiera impedir, tratamos de evitarlo nosotros mismos con
todas nuestras artes. Y así, el Señor tiene que decirnos siempre de nuevo
también a nosotros: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mc 8, 33). En este
sentido, toda la escena muestra una inquietante actualidad. Ya que, en
definitiva, seguimos pensando según «la carne y la sangre» y no según la
revelación que podemos recibir en la fe”. El nombre y la misión siempre van
unidos, tanto en Jesús “el Hijo-que salva” expresado en las dos cosas
unidas: “Jesús-Cristo” y también en nosotros la condición de “hijo de Dios-
corredentor” no se pueden separar.
Los títulos de Cristo que se encuentran en las confesiones se comprenden
mejor “dentro del conjunto de cada uno de los Evangelios y de su particular
forma de tradición”: “los tres textos juntos manifiestan la singular
pertenencia del Ungido a Dios”. La reacción de Pedro y los demás, y los
elementos de estos textos, ha de ponerse en relación con los episodios de la
pesca milagrosa (narrado por Lucas) y Pedro que camina encima de las
aguas. Ahí aparecen confesiones de Pedro que encuadran la de hoy, y
también otro aspecto: “En Jesús, los discípulos sintieron muchas veces y de
distintas formas la presencia misma del Dios vivo”. Para ahondar en la
confesión de Pedro recordemos la que hizo cuando la desbandada del
discurso eucarístico de Cafarnaúm (de Jn 6), y situar su exclamación “a
quién iremos tú eres el santo de Dios”. Esta versión de la confesión de
Pedro se ha de poner en relación con el contexto de la Última Cena, pues se
perfila el misterio sacerdotal de Jesús: “en el Salmo 106,16 se llama a
Aarón «el santo de Dios». El título remite retrospectivamente al discurso
eucarístico y, con ello, se proyecta hacia el misterio de la cruz de Jesús”;
Pedro, como en la pesca ante la cercanía del Santo siente la miseria de su
condición de pecador... “Así pues, nos encontramos absolutamente en el
contexto de la experiencia de Jesús que tuvieron los discípulos”, y que se
aprecia en muchos momentos de su camino de comunión con Jesús. Las
confesiones de los discípulos, teniendo presente todo este mosaico de
textos, nos hacen ver algo: “los discípulos reconocen que Jesús no tiene
cabida en ninguna de las categorías habituales, que El era mucho más que
«uno de los profetas», alguien diferente. Que era más que uno de los
profetas lo reconocieron a partir del Sermón de la Montaña y a la vista de
sus acciones portentosas, de su potestad para perdonar los pecados, de la
autoridad de su mensaje y de su modo de tratar las tradiciones de la Ley.
Era ese «profeta» que, al igual que Moisés, hablaba con Dios como con un
amigo, cara a cara; era el Mesías, pero no en el sentido de un simple
encargado de Dios.
En Él se cumplían las grandes palabras mesiánicas de un modo
sorprendente e inesperado: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy»
(Sal2, 7). En los momentos significativos, los discípulos percibían atónitos:
«Éste es Dios mismo». Pero no conseguían articular todos los aspectos en
una respuesta perfecta.
Utilizaron justamente las palabras de promesa de la Antigua Alianza:
Cristo, Ungido, Hijo de Dios, Señor. Son las palabras clave en las que se
concentró su confesión que, sin embargo, estaba todavía en fase de
búsqueda, como a tientas. Sólo adquirió su forma completa en el momento
en el que Tomás tocó las heridas del Resucitado y exclamó conmovido:
«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Pero, en definitiva, siempre
estaremos intentando comprender estas palabras. Son tan sublimes que
nunca conseguiremos entenderlas del todo, siempre nos sobrepasarán.
Durante toda su historia, la Iglesia está siempre en peregrinación
intentando penetrar en estas palabras, que sólo se nos pueden hacer
comprensibles en el contacto con las heridas de Jesús y en el encuentro con
su resurrección, convirtiéndose después para nosotros en una misión”.
Llucià Pou Sabaté