La Cátedra de San Pedro, apóstol
Pedro confiesa su fe en Jesús como Mesías, movido por el Espíritu Santo
1. Cátedra es la silla especial en la que se sienta el obispo, y su recinto se
llamará la Catedral. Como signo de la autoridad de la diócesis, de su
“magisterio”, ahí con la mitra y el báculo se sienta para su labor de pastor,
para guiar a los cristianos. En su primera carta, San Pedro (5,1-4)
escribía: “ A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano
como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que
está para manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os está
encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no
por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que
os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el
Mayoral, recibiréis la corona de gloria que no se marchita”. Pedro, escogido
por Cristo como «roca» sobre la cual edificar la Iglesia, comenzó su
ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de
Pentecostés. La primera «sede» de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable
que en aquella sala, donde también María, la Madre de Jesús, rezó junto a
los discípulos, se reservara un puesto especial para él. Luego, fue a
Antioquía (Siria, hoy en Turquía, en aquellos tiempos la tercera ciudad del
imperio romano después de Roma y de Alejandría de Egipto). Desde allí fue
a Roma, centro del Imperio, símbolo del «Orbis» -la «Urbs» que expresa el
«Orbis», la tierra- donde concluyó con el martirio su carrera al servicio del
Evangelio. Por este motivo, la sede de Roma, que había recibido el mayor
honor, recibió también la tarea confiada por Cristo a Pedro de estar al
servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de
todo el Pueblo de Dios. Y fue reconocida Roma como la sede del sucesor de
Pedro, y la «cátedra» de su obispo representó la del apóstol encargado por
Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos
Padres de la Iglesia, como por ejemplo, san Ireneo, obispo de Lyón, pero
que era originario de Asia Menor, quien en su tratado «Contra las herejías»
describe a la Iglesia de Roma como la «más grande y más antigua conocida
por todos;… fundada y constituida en Roma por los dos gloriosos apóstoles
Pedro y Pablo» y añade: «Con esta Iglesia, por su eximia superioridad, debe
estar en acuerdo la Iglesia universal, es decir, los fieles que están por
doquier». Poco después, Tertuliano, por su parte, afirma: «¡Esta Iglesia de
Roma es bienaventurada! Los apóstoles le derramaron, con su sangre, toda
la doctrina». La cátedra del obispo de Roma representa, por tanto, no sólo
su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo
el Pueblo de Dios. Celebrar la «cátedra» de Pedro, como hoy lo hacemos,
significa, por tanto, atribuir a ésta un fuerte significado espiritual y
reconocer en ella un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y
eterno, que quiere reunir a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la
salvación. San Jerónimo menciona explícitamente la «cátedra» de Pedro,
presentándola como puerto seguro de verdad y de paz: «He decidido
consultar a la cátedra de Pedro, donde se encuentra esa fe que la boca de
un apóstol ha ensalzado; vengo ahora a pedir alimento para mi alma allí,
donde recibí el vestido de Cristo. No sigo otro primado sino el de Cristo; por
esto me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de
Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia». Todo esto
recordaba Benedicto XVI, que seguía: “en el ábside de la basílica de san
Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la cátedra del apóstol,
obra de Bernini en su madurez, realizada en forma de gran trono de bronce,
sostenida por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de
occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de oriente, san Juan
Crisóstomo y san Atanasio”, que dicen que guarda en su interior la cátedra
vieja y sencilla de madera que ocupó san Pedro.
2. El Salmo (23,1-6) está dedicado a Cristo, buen pastor: “Yahveh es
mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia
las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma; me guía por senderos
de justicia, en gracia de su nombre. Aunque pase por valle tenebroso,
ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me
sosiegan. Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges
con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa. Sí, dicha y gracia me
acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Yahveh
a lo largo de los días”. Jesús nos guía a lo largo de la vida, hasta el cielo. En
cuatro estrofas saboreamos los buenos momentos de la infancia, los malos
del dolor y sufrimiento también acompañados del Señor, la prenda de cielo
que es la Misa en la tercera estrofa, y por fin el cielo para siempre en la
final. Pero hoy lo dedicamos al Papa, que ha de apacentar su rebaño con la
predicación del Evangelio.
3. El Evangelio (Mt 16,13-19) nos muestra la confesión de Pedro:
Jesús les hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres
que es el Hijo del hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista;
otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles Él: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres
Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre,
sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán
contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la
tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará
desatado en los cielos». Recuerdo que tal día como hoy pude celebrar Misa
en el altar de S. Pedro, encima de la tumba del Apóstol, cuando un amigo
sacerdote alemán, entonces seminarista, me invitó a acompañarle en su
visita a las siete basílicas romanas (se llama al lugar “de confesión” de S.
Pedro pues en ese lugar sufrió martirio, "confesando" su fe). Aparece junto
a la declaración de S. Pedro el encargo de Jesús del poder de las llaves del
Reino.
Aparecen en escena Elías, que la esperanza en la restauración de Israel,
Jeremías es una figura de pasión, el que anuncia el fracaso de la forma de
la Alianza hasta entonces vigente y del santuario que era como el
monumento de la Alianza; pero Jeremías, en su padecimiento, en su
desaparición en la oscuridad de la contradicción, es portador vivo de ese
doble destino de caída y de renovación”. Estas “aproximaciones” al misterio
de Jesús son también camino hacia el núcleo esencial, pero no llegan a la
naturaleza de Jesús ni a su novedad. Jesús se sitúa en la historia junto a
Sócrates, Buda y Confucio, es decir tiene una importancia fundamental en
la búsqueda del modo recto de ser hombres, con una gran experiencia de
Dios. Esto puede ayudarnos, pero no es Jesús. Nosotros captamos sólo
fragmentos de la verdad, la realidad es perceptible, y la interpretamos
según lo que vemos. Siempre tenemos algo relativo, que deberá ser
sucesivamente completado con otros fragmentos percibidos por otros. Pero
¿Jesús es sólo esto? La confesión de fe de Pedro adquiere aquí una
relevancia particular: «Tú eres [el Cristo] el Mesías» (Mc 8, 29); «el Cristo
[el Ungido] de Dios» (Lc 9,20); «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios
vivo» (Mt 16,16); «Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69). El nombre del
Ungido (Cristo) y la misión (Jesús) siempre van unidos, tanto en Jesús “el
Hijo-que salva” expresado en las dos cosas unidas: “Jesús-Cristo” y también
en nosotros la condición de “hijo de Dios-corredentor” no se pueden
separar: “En Jesús, los discípulos sintieron muchas veces y de distintas
formas la presencia misma del Dios vivo”. Para ahondar en la confesión de
Pedro recordemos la que hizo cuando la desbandada del discurso eucarístico
de Cafarnaúm (de Jn 6), y situar su exclamación “a quién iremos… tú eres
el santo de Dios”. En Él se cumplían las grandes palabras mesiánicas de un
modo sorprendente e inesperado: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado
hoy», y Tomás lo dirá muy bien cuando tocó las heridas del Resucitado:
«¡Señor mío y Dios mío!». Siempre estaremos intentando comprender
(Benedicto XVI). Llucià Pou Sabaté