La gracia del Bautismo
Homilía para la fiesta del Bautismo del Señor (Ciclo A)
Jesús acude al Jordán para ser bautizado por Juan (cf Mt 3,13-17). La
iniciativa le corresponde a Jesús: Es Dios quien viene al hombre, “el Seor
al siervo, el Rey a su soldado, la luz a la linterna”, comenta Remigio. La
realidad hacia la que apuntaba el bautismo de Juan, la preparación
mediante el arrepentimiento y el perdón para acoger el Reino de Dios,
irrumpe ya en la persona de Jesucristo: Él es el Reino de Dios, el Ungido por
el Espíritu Santo como Mesías, como Salvador.
Jesús, en su humildad, no teme descender a las aguas para ponerse a la
altura de los hombres como tampoco temerá bajar, en su Pasión y en su
Cruz, al abismo de la muerte. Jesús, lavado por las aguas, las deja
santificadas para los que se bautizarán después: San Agustín escribe que
“cuando nuestro Salvador qued lavado, ya quedaba limpia toda el agua
para nuestro bautismo, para que pudiese administrar la gracia del bautismo
a las generaciones venideras”.
Jesús se sumerge en el agua para emerger de ella anticipando así su
Resurrección, su triunfo sobre la muerte. En esta clave de inmersión y de
renacimiento ve el apstol San Pablo el sacramento del Bautismo: “¿No
sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido
bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente
con Él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que así como
Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros caminemos en una vida nueva” ( Rm 6,3-4).
La salida de Jesús de las aguas tiene como efecto la apertura del cielo y el
descenso del Espíritu Santo. Viniendo a nosotros, el Señor hace que se abra
el cielo; es decir, que sea posible, de un modo nuevo, la comunicación de
Dios con los hombres y de los hombres con Dios. También, para cada uno
de nosotros, se abre el cielo en nuestro Bautismo para hacernos, en la
esperanza de la fe, moradores de la casa de Dios y conciudadanos de los
santos. También sobre cada uno de nosotros viene el Espíritu Santo que,
desde la humanidad de Cristo, mana como una fuente de vida que nos hace
criaturas nuevas.
La voz del Padre resuena para declarar que Jesús es su Hijo. En esta
filiación somos adoptados nosotros por pura gracia. El sacramento del
Bautismo nos perdona los pecados, nos hace hijos adoptivos de Dios, nos
incorpora al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y crea, entre todos los
bautizados, un vínculo de unidad. El Bautismo nos marca con un sello
espiritual indeleble – el carácter – que es la señal de nuestra pertenencia a
Cristo.
Debemos asimilar en nuestra propia existencia la realidad de nuestro
Bautismo, identificándonos con la muerte y la resurrección del Señor, con
su humildad y con su filiación. Uniéndonos a Cristo, el Bautismo nos hace
hijos del Padre y portadores del Espíritu Santo y nos compromete a ser, en
medio del mundo, presencia viva del Señor entre los hombres.
En el Bautismo de cada cristiano, como en el de Jesús, se hace patente el
misterio de Dios, de su Trinidad Santísima: “nuestro Bautismo no es otra
cosa que la representación de tan augusto misterio. Quiso Dios que primero
se verificase en Él [en Jesús] lo que después había de mandar a todo el
género humano” (San Agustín).
Guillermo Juan Morado.