Jueves de la semana 8ª: Dios nos cuida, y cuando estemos
necesitamos podemos decir: « Jesús, ten compasión de mí», y él
viene
1. El Eclesiástico (42,15–25) contempla a Dios obrando en la
Naturaleza : “ Voy a evocar las obras del Señor, lo que tengo visto contaré.
Por las palabras del Señor fueron hechas sus obras, y la creación está
sometida a su voluntad. El sol mira a todo iluminándolo, de la gloria del
Señor está llena su obra. No son capaces los Santos del Señor de contar
todas sus maravillas, que firmemente estableció el Señor omnipotente, para
que en su gloria el universo subsistiera. El sondea el abismo y el corazón
humano, y sus secretos cálculos penetra. Pues el Altísimo todo saber
conoce, y fija sus ojos en las señales de los tiempos. Anuncia lo pasado y lo
futuro, y descubre las huellas de las cosas secretas. No se le escapa ningún
pensamiento, ni una palabra se le oculta. Las grandezas de su sabiduría las
puso en orden, porque él es antes de la eternidad y por la eternidad; nada
le ha sido añadido ni quitado, y de ningún consejero necesita.¡Qué amables
son todas sus obras!: como una centella hay que contemplarlas. Todo esto
vive y permanece eternamente, para cualquier menester todo obedece.
Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra, y nada ha hecho
deficiente. Cada cosa afirma la excelencia de la otra, ¿quién se hartará de
contemplar su gloria?”. ¡Abrir los ojos! ¡Contemplar la creación que nos
rodea! La ciencia moderna nos tendría que hacer comprender mejor lo que
Francisco de Asís decía en su Himno al Sol: "Loado seas, mi Señor, con
todas tus criaturas, / especialmente por mi señor, el hermano sol, / por el
cual haces el día y nos das la luz; / el es bello y radiante, con gran
esplendor: / de Ti, Altísimo, lleva significación". ¿Suelo orar partiendo de la
belleza de la creación?
2. El Salmo (33,2-9) canta: “ ¡dad gracias a Yahveh con la cítara,
salmodiad para él al arpa de diez cuerdas; cantadle un cantar nuevo, tocad
la mejor música en la aclamación! Pues recta es la palabra de Yahveh, toda
su obra fundada en la verdad; él ama la justicia y el derecho, del amor de
Yahveh está llena la tierra. Por la palabra de Yahveh fueron hechos los
cielos por el soplo de su boca toda su mesnada. El recoge, como un dique,
las aguas del mar, en depósitos pone los abismos. ¡Tema a Yahveh la tierra
entera, ante él tiemblen todos los que habitan el orbe! Pues él habló y fue
así, mand él y se hizo”. No deberíamos perder la capacidad de admiración
ante las obras de Dios en nuestro cosmos: desde las grandes dimensiones
estelares hasta los caprichos entrañables de una planta o de un pájaro,
desde la fuerza de los elementos que no dominamos hasta el mecanismo
admirable de nuestro cuerpo humano. «Hiciste todas las cosas con sabiduría
y amor», como decimos en la plegaria eucarística de la Misa. El cántico de
las criaturas que nos enseñó san Francisco de Asís podría ayudarnos a
ordenar nuestros sentimientos ante Dios y su obra creadora: «Loado seas,
mi Señor, con todas tus criaturas...». También puede darnos serenidad y
lucidez en nuestra vida el recordar, como dice el sabio, que Dios nos conoce
hasta lo más profundo de nuestro corazón, que nos está presente, que sabe
nuestros pensamientos y nuestras palabras, y por tanto comprende
nuestras debilidades. A la vez que estamos como envueltos en la sabiduría
creadora de Dios en la naturaleza, también por dentro lo sentimos presente.
Sobre todo a los que creemos en Cristo Jesús, por medio del cual hemos
llegado a una comunión mucho más profunda con la vida y el amor de Dio s.
Todo esto nos debería convertir en personas amantes de la naturaleza y de
la ecología, y también en personas con más esperanza, porque nos
sentimos conocidos y guiados por Dios y envueltos en su amor (J.
Aldazábal).
3.- Marcos (10,46–52) nos cuenta de la curación de un ciego:
“Llegan a Jeric. Y cuando salía de Jeric, acompaado de sus discípulos y
de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego,
estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret,
se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le
increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David,
ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llaman al ciego,
diciéndole: «¡Animo, levántate! Te llama.» Y él, arrojando su manto, dio un
brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres
que te haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu
fe te ha salvado.» Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino”.
La ceguera de este hombre es símbolo de otra ceguera espiritual… Como
cuando vamos al oculista a hacernos un chequeo de nuestra vista, hoy
podemos reflexionar sobre cómo va nuestra vista espiritual. ¿No se podría
decir de nosotros que estamos ciegos, porque no acabamos de ver lo que
Dios quiere que veamos, o que nos conformamos con caminar por la vida
entre penumbras, cuando tenemos cerca al médico, Jesús, la Luz del
mundo? Hagamos nuestra la oración de Bartimeo: «Maestro, que pueda
ver». Soltemos el manto y demos un salto hacia él: será buen símbolo de la
ruptura con el pasado y de la acogida de la luz nueva que es él. También
podemos dejarnos interpelar por la escena del evangelio en el sentido de
cómo tratamos a los ciegos que están a la vera del camino, buscando,
gritando su deseo de ver. Jóvenes y mayores, muchas personas que no ven,
que no encuentran sentido a la vida, pueden dirigirse a nosotros, los
cristianos, por si les podemos dar una respuesta a sus preguntas.
¿Perdemos la paciencia como los discípulos, porque siempre resulta
incómodo el que pide o formula preguntas? ¿o nos acercamos al ciego y le
conducimos a Jesús, diciéndole amablemente: «ánimo, levántate, que te
llama»? Cristo es la Luz del mundo. Pero también nos encargó a nosotros
que seamos luz y que la lámpara está para alumbrar a otros, para que no
tropiecen y vean el camino. ¿A cuántos hemos ayudado a ver, a cuántos
hemos podido decir en nuestra vida: «ánimo, levántate, que te llama»? (J.
Aldazábal).
Aquel hombre estaba sentado al borde del camino, ciego y sin más
porvenir que seguir prisionero para siempre de sus tinieblas. Nosotros
estamos rendidos y ya no tenemos fuerzas para levantarnos y reaccionar:
ya no sabemos adónde nos lleva la vida, y menos aún dónde podrá quedar
asegurado nuestro porvenir. Transcurre todo delante de nuestros ojos, y no
sabemos ya adónde ir ni qué camino tomar. Presenciamos la guerra
económica entre las potencias de este mundo y nos vemos implicados en
ella por una crisis y unos conflictos, sin que podamos influir en ellos. Vemos
desde hace años cómo oprime a los pueblos la pobreza y cómo nuestra
buena voluntad se queda corta. Contemplamos un mundo marcado por el
mal y sentimos toda la complicidad que se oculta en nosotros. Somos ciegos
y nos encontramos sin fuerzas al borde del camino. Pero podemos oir, como
Bartimeo. Y éste es el principio de nuestra curación. Pues nos llega la
Palabra de Dios y provoca en nosotros la llamada de salvación. "¡Maestro,
que pueda ver!". Este grito de la fe que brota de nosotros encuentra el
impulso de amor del corazón de Jesús, y su palabra se convierte en palabra
de salvación. Palabra de poder que hace brotar la luz. Porque, por gracia de
esta palabra que nos levanta, se nos concede ver la conclusión de nuestra
prueba y poder seguir a Jesús por el camino. La Iglesia entera, todos los
que recorrieron el camino antes que nosotros, nos dicen: "¡Animo,
levántate, que te llama!". Cuantos van en busca de un mundo nuevo son
portadores de esta invitación para la humanidad: "¡Animo, levántate!"
(“Dios cada día. Sal terrae”). Llucià Pou Sabaté