Roca y arena
Homilía para el Domingo IX del Tiempo Ordinario (Ciclo A)
Las palabras del Señor en el Evangelio señalan la insuficiencia de limitarse a
escuchar su palabra; es necesario escuchar y poner en práctica, oír y hacer
(cf Mt 7,21-27). Se nos remite así a la esencia misma de la fe, que es
simultáneamente sumisión a la palabra escuchada y obediencia práctica de
la misma.
Podemos escuchar la palabra de Dios desde una actitud existencialmente
distante; admirando su belleza, su coherencia y reconociéndola como un
ideal digno de estima, pero sin llegar a comprometernos con las exigencias
de esa palabra. El beato John Henry Newman hablaba al respecto de una
“religin literaria”, que “tiene miedo de andar entre lo real” y que, por
consiguiente, no se traduce en acción.
Jesús compara esta disposición del espíritu con el edificar la casa sobre
arena. La casa es la propia vida. Si la levantamos sobre un fundamento
inconsistente e inestable, cualquier tormenta puede derribarla. Una mera
adhesión nocional, abstracta y teórica, a la palabra de Dios no resiste la
acometida de las crisis que pueden presentarse en nuestra trayectoria: la
enfermedad, el dolor, la pérdida de los seres queridos o el infortunio.
Frente a la inestabilidad de la arena, se alza la solidez y la seguridad de la
roca. Edificar la casa sobre roca equivale a hacer vida la palabra de Dios
que se escucha; es decir, a cumplir los mandamientos. Sólo así
encontraremos la firmeza y la estabilidad necesarias para hacer frente a las
tormentas de la vida y para no hundirnos cuando el Señor nos haga
comparecer ante su Juicio.
En esta obediencia continua a la ley de Dios – que se resume en el mandato
del amor – radica el verdadero seguimiento de Cristo. De nada valdrían
acciones puntuales y llamativas – hacer profecías, expulsar demonios u
obrar milagros - , si en el día a día de nuestras vidas no observásemos la
justicia y la misericordia: “No todo el que me dice „Seor, Seor‟ entrará en
el Reino de los cielos…” ( Mt 7,21). “La prueba de la verdadera santidad no
consiste en hacer cosas aparatosas, sino en amar al prójimo como a sí
mismo”, indica San Gregorio Magno.
El Salmista ruega a Dios: “Sé la roca de mi refugio, Seor” ( Sal 30). La roca
es Dios; Él es el abrigo seguro donde cobijarnos y el fundamento sólido,
cuya fidelidad es inquebrantable.
La roca es Jesucristo, que nos permite mantenernos en pie por la gracia de
Dios (cf 1 Cor 10,12-13). Si permanecemos unidos a Él, “ni altura, ni
profundidad ni ninguna otra criatura podrá apartarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, nuestro Seor” ( Rom 8,39).
Guillermo Juan Morado.