A L R EY ETERNO OFREZCAMOS NUESTROS CORAZONES COMO PALMAS EN EL CAMINO
PARA QUE É L LOS LLEVE CONSIGO A LA CRUZ
(Domingo de Ramos – TC – Ciclo A – 2008)
“Colocaron sobre su cabeza una inscripción (…) „Este es el Rey de los Judíos‟” (cfr. Mt 26,
3-5.14 – 27.66). El misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo llega a su culmen en la Semana
de la Pasión que se inicia en el Domingo de Ramos. El designio eterno de Dios se fragua en la
Semana de la Pasión que se inicia con el ingreso de Cristo en Jerusalén, aclamado como rey, y
que finalizará en la eternidad también como Cristo Rey, cuando sea aclamado en triunfo por los
ángeles y los santos.
Jesús es aclamado como Rey en su ingreso triunfal en Jerusalén, y será exaltado como
Rey en su ingreso triunfal en la Jerusalén celestial, pero también como Rey crucificado será
exaltado en el Calvario. No será exaltado como Rey en los cielos sin antes haber sido elevado en
la cruz y clavado al trono real de la cruz con tres clavos de hierro; no se elevará triunfante,
resucitado del sepulcro, con su luminosa corona de gloria, sin antes haber sido coronado de
gloria de la cruz, la corona de espinas, que hace brotar sangre a raudales de su divina cabeza.
La Semana de la Pasión del Señor, la Semana Santa, que se inicia con el ingreso triunfal
en Jerusalén y con su aclamación triunfal por parte del Pueblo, finalizará con su resurrección y
ascensión gloriosa a los cielos, pero no sin antes haber pasado por el ascenso a la cruz y el
triunfo de la cruz.
Los pobladores de Jerusalén, admirados por los milagros que había realizado –había
resucitado sus muertos, había curado sus enfermos, había multiplicado panes y peces para
saciar a multitudes-, sorprendidos por estos milagros, deciden proclamar Rey a Jesús y lo
reciben tendiendo palmas a su paso, en señal de reconocimiento y honor.
Pero luego serán esos mismos pobladores, los que recibieron los milagros de Jesús,
quienes pedirán a gritos que sea crucificado. La reacción opuesta entre un domingo y otro no se
explica por la simple indiferencia o ingratitud de los pobladores de Jerusalén para con Jesús,
sino que tiene sus raíces más profundas, misteriosas y sobrenaturales.
En esa multitud, que primero recibe triunfal a Jesús y lo aclama como rey, y luego lo
crucifica, colocando como burla un cartel en donde también lo reconoce como rey –“Este es el
Rey de los judíos”-, está representada toda la humanidad, caída en el pecado original, envuelta
en las tinieblas del infierno, e incapaz de ver en Cristo al Redentor. Y en la aclamación de Cristo
como rey a su entrada en Jerusalén y en su elevación en la cruz, también como Rey de los
judíos, se cumple el designio misterioso de Dios por el cual habría de salvar a la humanidad,
derrotando al pecado, a la muerte y al infierno, por la cruz de su Hijo Jesús.
Cada uno de nosotros actúa como los pobladores de Jerusalén: proclamándolo como rey
cuando nos hace un favor, o sino crucificándolo con nuestros pecados.
Al iniciar la Semana de la Pasión del Señor, extendamos nuestros corazones, a modo de
palmas, para que Jesús pase sobre ellos y los lleve con Él a la cruz, para que nuestros
corazones, triturados junto al suyo en la cruz, sean el verdadero reconocimiento de parte
nuestra de que Jesús es el Rey crucificado, el Hombre-Dios que dona su Vida eterna al mundo.
A ese Rey eterno, que viene a esa Jerusalén que es la Iglesia, no montado en un asno,
sino escondido bajo la forma de pan, le rindamos el tributo de un corazón dolido y arrepentido,
como palmas tendidas en el camino, para que Él lo una al suyo en la tribulación de la cruz.