Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A
R.P. Juan Lehmann
Entrada triunfal de Jesús en el cielo.
No hay, ni hubo, ni podrá haber en el mundo festividad que pueda
compararse en esplendor y grandiosidad con la entrada triunfal de
Jesucristo en el cielo. Lo más bello, lo más imponente, lo más glorioso
que puede darse en la tierra ¿qué es, sino una insignificancia,
comparado con la Ascensión de Nuestro Señor? Imponente
sobremanera, en día de fiesta excepcional, es la entrada solemne del
Obispo en su Catedral, o del Papa en la Basílica de San Pedro. Los que
han tenido la dicha de asistir a la solemnidad de una canonización, y
han visto a los peregrinos entrar por la "Puerta Santa", juzgan que
han presenciado el mayor espectáculo que en el mundo puede haber.
A personas que estuvieron en Buenos Aires, cuando se celebró el
Congreso Eucarístico Internacional, oímos decir que sólo en el cielo
podrá haber mayor esplendor, y que la procesión de clausura fue de
una grandiosidad insuperable e inimaginable. Pues mucho más
solemne y esplendorosa fue la entrada de Jesús en el cielo. La lengua
humana carece de expresiones adecuadas para describirla. No
obstante nos atreveremos a balbucear que Jesucristo hizo su entrada
triunfal: 1 º , Como Rey victorioso; 2º, acompañado de las almas
redimidas y libertadas; 3°, aclamado por los ángeles, y º, recibido con
el mayor agrado por su Eterno Padre.
Jesús, Rey victorioso.
"Qui victor in coelum redis". "Tú, que a la gloria vencedor
regresas". Así canta la estrofa final de todos los himnos litúrgicos
durante el tiempo pascual. Y en efecto: a) Jesús venció al
pecado: "Cancelada la cédula del decreto firmado contra nosotros, que
nos era contrario, quitóle de en medio, enclavándola en la cruz" (Col.,
2, 14). b) Jesús venció a la muerte y al infierno. "¿Dónde está? ¡Oh
muerte! tu victoria ¿Do está? ¡Oh muerte! tu aguijón" (1 Cor., 15,
55)..., "¡Oh muerte! yo he de ser la muerte tuya: seré tu destrucción,
¡oh infierno!" (Os., 13, 14).
La entrada de Jesús en el cielo fue la de un Rey vencedor.
"Levantad, ¡oh príncipes! vuestras puertas, y elevaos vosotras, ¡oh
puertas de la eternidad! y entrará el rey de la gloria" (Salmo 23, 7).
Así cantaba ya el Salmista, arrebatado ante la sublime y gloriosa
visión.
Jesús, acompañado de las almas redimidas.
Jesús entró en el cielo acompañado de miles y miles de almas que
hasta entonces se hallaban en el limbo detenidas. ¡Con qué ansias
aquellos justos estarían esperando esta hora! ¡Por fin llegó! ¡Qué
júbilo tan grande, qué contento! Eran las almas santas del Antiguo
Testamento, Adán, Eva, Abel, Noé, Abrahán, Isaac, Jacob, José de
Egipto, San José, su padre nutricio, San Juan Bautista..., una multitud
innumerable de hombres y mujeres santos, desde nuestros primeros
padres, creados en el paraíso, hasta el Buen Ladrón, muerto en la
cruz. ¡Entrada triunfal, sin par y sin precedentes! ¡Triunfo jamás
igualado, en parte alguna del orbe, por ninguna Majestad del
Universo!
Jesús, aclamado por los ángeles.
Eran aquellos mismos ángeles que trajeron al mundo la buena
nueva del nacimiento del Salvador; los mismos que en las montañas
de Belén cantaron: "Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en
la tierra a los hombres de buena voluntad" (Luc., 2, 14); los mismos
que le adoraron recién nacido, en el pesebre. Entonces lo veían en
mísera figura humana, en condiciones de extrema pobreza y
humildad. Mucho más humillado todavía lo habían contemplado en el
huerto de las Olivas, donde uno de ellos tuvo que venir a confortarlo;
y después, en la vía dolorosa..., ¡clavado en el Calvario! Ahora pueden
ya entonar cánticos de júbilo, cual nunca en las celestes bóvedas
sonaron. Ahora, reverentes caen de rodillas ante Cristo adorando su
divinidad sacrosanta y su gloriosa humanidad. El "Aleluya", en himnos
jubilosos, resuena en las alturas del empíreo: "Amén. Bendición, y
gloria, y sabiduría, y acción de gracias, honra, y poder, y fortaleza a
nuestro Dios por los siglos de los siglos". ¡Oh cánticos sagrados, que
en la tierra jamás fuisteis oídos!
Jesús con sumo agrado es recibido por el Padre Eterno.
Entra el Salvador en el reino celestial donde su Padre lo recibe con
todo cariño: "Hijo mío, —le dice—. ¡Hijo mío queridísimo! ¡Cuántos
dolores no ha sufrido tu cuerpo por obedecer mis mandatos! Mas
ahora, por haber sufrido cual ningún mortal, te honro y glorifico como
a ningún otro santo o ángel de mi reino. "Siéntate a mi diestra,
mientras que yo pongo a tus enemigos por escabel de tus pies. De
Sión hará salir el Señor el cetro de tu poder; domina tú en medio de
tus enemigos. Contigo está el principado en el día de tu poderío, en
medio de los resplandores de la santidad" (Salmo, 109, 1-3). "Al
nombre tuyo se doblará toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el
infierno" (Filip., 2, 10), y "todos los ángeles te servirán".
Jesús tomó posesión de su trono real en la gloria, sentándose a la
diestra de Dios Padre, es decir, ocupando el lugar más honroso del
cielo, por toda la eternidad. Cristo es Rey eterno de cielos y tierra,
Juez de vivos y muertos, que ha de venir al fin de los siglos con gran
poder y majestad.
¿Quieres tú también entrar algún día en el cielo? Pero no es sólo
cuestión de querer: debes entrar. No puede haber para ti otro
destino: o cielo, o infierno; o salvación, o condenación. Y advierte lo
que dice Jesús: "¡Oh qué angosta es la puerta y cuán estrecha la
senda que conduce a la vida! ¡Y qué pocos son los que atinan con
ella!" (Mat., 7, 14).
Vive como buen cristiano; sé fiel discípulo de Jesús; imita a Cristo
en la tierra, para que puedas seguir al "Cordero" en la eternidad, y
llegar algún día a la patria celestial como "vencedor".
Escuchad finalmente estas consideraciones de San Agustín:
"Nuestro Salvador, queridos hermanos, subió a los cielos; ¡nada,
pues, nos perturbe acá en la tierra! ¡Tengamos allí nuestro corazón,
para gozar aquí de sosiego! Elevemos al cielo con Cristo nuestro
espíritu, para que, cuando amaneciere el día tan ansiado, podamos
también seguirle con el cuerpo. Entre tanto, no olvidemos, hermanos,
que la soberbia, la avaricia y la lujuria no subirán jamás con Cristo al
cielo. Cristo, médico celestial, no puede tolerar en su reino ninguna
enfermedad espiritual. Si queremos seguir a nuestro médico celeste,
hemos de librarnos de nuestros vicios y pecados, puesto que son los
grillos que nos atan a la tierra".
( R.P. Lehmann, Juan , Salió el Sembrador, Ed. Guadalupe, 1947,
Pag. 604-613)