La efusión del Espíritu Santo
Homilía para la solemnidad de Pentecostés (ciclo A)
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”, les dice el Seor a
los discípulos. Y aade: “Recibid el Espíritu Santo” (cf Jn 20,21-22). El
Señor vivo, crucificado y resucitado, se hace presente en medio de los
suyos para comunicarles el Espíritu Santo, que los capacita para la misión;
una misión que continúa la misión de Cristo y que tiene su origen último en
el Padre.
Como enseña el Catecismo : “El día de Pentecostés (al término de las siete
semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del
Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina:
desde su plenitud, Cristo, el Seor, derrama profusamente el Espíritu” (n.
731).
De este modo, la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud y se
inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación,
hablando de “las maravillas de Dios” (cf Hch 2,1-11). Para realizar su
misión, el Espíritu Santo construye la Iglesia y la dirige con diversos dones
jerárquicos y carismáticos: “Hay diversidad de dones, pero un mismo
Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay
diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1
Cor 12,4-6).
Es decir, la Iglesia no es una construcción humana, sino divina. No somos
nosotros quienes hacemos la Iglesia; es Dios quien la edifica. Si nos
dejamos moldear por la gracia, seremos colaboradores de Dios; miembros
del Cuerpo místico de Cristo y piedras vivas del Templo del Espíritu Santo
que es la Iglesia. Solo Dios puede abrir a los hombres el acceso a Él; solo
Dios puede insertarnos en su comunión de amor, en la intimidad del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo. La Iglesia es sacramento , signo e instrumento,
del que Dios se sirve para realizar este proyecto de hacer de cada uno de
nosotros familiares y amigos suyos.
En una alocución, el papa Benedicto XVI explica la finalidad del envío del
Espíritu Santo. Con la Pascua de Cristo, el Espíritu de Dios “se derram de
modo sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los
corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el
fuego del amor divino” (11-5-2008).
Sí. El Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ha sido
enviado para purificar nuestros corazones mediante la fe; es decir, para
hacernos santos, porque “lo contrario de la impureza es la santidad” (L.
Szabó). Ha sido enviado para apagar el incendio del mal, derrotando el
poder del pecado con el poder de la misericordia. Ha sido enviado para
encender en el mundo el fuego nuevo del amor divino, para irradiar la
energía que transforma para bien todo lo que toca.
En el Bautismo y en la Confirmación hemos sido tocados por esta energía,
que consume el pecado y que nos devuelve la semejanza divina, para que
podamos vivir y obrar como hijos de Dios. Como decía San Basilio Magno:
“Por el Espíritu Santo se nos concede de nuevo la entrada en el paraíso, la
posesión del reino de los cielos, la recuperación de la adopción de hijos: se
nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la
gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria
eterna”.
Guillermo Juan Morado.