Comentario al evangelio del Martes 14 de Junio del 2011
La solidaridad y el amor fraterno
El cristianismo ha sido pionero en organizar campañas de solidaridad y de las que incluso puede
parecer que hoy existe una cierta inflación. Esta forma de canalizar la ayuda a los que se encuentran en
necesidad, y que trasciende con mucho la atención institucional financiada con los impuestos, puede
considerarse un verdadero signo de evangelización de la sociedad. Aunque muchos ámbitos de la
cultura de hoy parecen alejarse de la fe, no podemos no ver también estos otros aspectos que, en
nombre de los más variopintos ideales, no dejan de tener matriz evangélica. Compadecer, es decir, ser
capaz de participar en los padecimientos ajenos y, en consecuencia, tratar de aliviarlos en la medida de
lo posible, es un signo de genuina humanidad presente por doquier, pero cuyas raíces más profundas y
cuyos frutos más explícitos se encuentran en Jesucristo. Porque es él quien nos ha revelado de manera
definitiva el rostro paterno de un Dios que no deja de preocuparse de todos sus hijos,
independientemente de su nacionalidad, condición social, credo religioso e, incluso, calidad moral.
Esta revelación de la perfección de Dios rompe fronteras y establece vínculos incluso allí donde reina
la enemistad, el enfrentamiento, la guerra, sea fría o caliente. Es la comprensión del Dios Padre de
todos (precisamente, en el Hijo) la que le permite a Jesús invitarnos a esa forma inaudita de amor que
es el dirigido incluso a los enemigos. Escuchando sus palabras podemos caer en la cuenta de la
profunda lógica que las anima, y que nos ayuda a superar la natural repugnancia a ese amor que nos
parece imposible. Si no lo hacemos así, estamos sancionando las barreras (nacionales, ideológicas,
religiosas o de cualquier otro tipo) que siguen desgarrando a la humanidad de tantos modos. La colecta
a favor de los pobres de Jerusalén es, en realidad, algo más que una campaña de solidaridad: es un
sacramento de fraternidad, una autentificación de la fe en el Padre de todos, una donación no sólo de
dinero, sino la libre entrega de la propia vida. Los creyentes han de rivalizar en amor fraterno y en
amor a todos, y han de darse en esto ejemplo unos a otros; y, sobre todo, han de tomar ejemplo del
mismo Jesús, el hijo de Dios y, por eso, hijo del Hombre y hermano de todos, que siendo rico se hizo
pobre para enriquecernos con su pobreza. Ya sabemos de qué pobreza y de qué riqueza se trata: la
pobreza de la cruz, en la que entregó su vida por los que se habían hecho enemigos de Dios, y la
riqueza de la resurrección, la nueva vida que nos da acceso a la perfección de Dios.
Saludos cordiales
José M.ª Vegas cmf
http://josemvegas.wordpress.com/
Jose María Vegas, cmf