EL ABRAZO DEL DAR Y RECIBIR
SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
19 de Junio de 2.011
Hermanos: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios.
Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre)
Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de
Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con
Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados. Romanos 8, 14-
17
De mil formas inimaginables las personas pretendemos hacer de los otros
destinatarios y receptores de nosotros mismos. Con muchas frecuencia tratamos
incluso de imponer a los demás lo que consideramos nuestras mejores ideas y
gustos. Es como si tuviéramos necesidad de proyectarnos, a la búsqueda
irreprimible de ecos y espejos donde podernos ver repetidos y prolongados. Una
como imposibilidad profunda se apodera de nosotros para mantener enclaustrada
nuestra pujanza interior… Y de ahí que, necesitados de exportarnos a los demás,
busquemos ansiosamente dobles de nosotros mismos, con quienes entablar la
creante y recreante relación de dar y recibir. Parecería que, sin un alguien en quien
sembrarnos y reproducirnos, nuestra vida no fuera vida como no es luminosa la luz
que a su vez no es iluminadora.
Y es, tal vez, por ahí por donde podamos como presentir y barruntar el Misterio
Solidario de un Dios Tridimensional, de un Dios Trinitario, cuya solemnidad litúrgica
celebramos hoy y siempre, y a cuya imagen y semejanza está hecho el mundo y el
hombre redimidos.
Nuestro Dios, en efecto, no es un Dios solitario, sino un Padre con Hijo,
interrelacionados en un eterno darse y recibirse , en un Amor Espiritual que los
abraza con imán irresistible, con un fuego amoroso inapagable, con una fuerza
generativa y recreadora como jamás corazón humano tuvo ni oído humano
escuchó. Nuestro Dios es un Dios Solidario, purísima relación interpersonal , un
“tenerse” que dar a Sí mismo y “hacerse” un Hijo imprescindible, en quien
expresarse y verse, en quien oírse y realizarse como amante necesario, como
autodonante impenitente.
Así nos lo reveló Jesucristo, tan hombre como nosotros y tan Dios como Dios.
Jesucristo, el Hijo de Dios Padre, Él que es su expresión acabada, su manifestación
perfecta (“quien me ve a Mí, ve al Padre, Felipe”), su Palabra definitiva, su eco y su
amor preferidos y fidelísimos.
Así nos lo sugiere el Espíritu, el Amor interpersonal del Padre y del Hijo, Amor que
derramado en nuestros corazones posibilita en todo hombre de mil formas
inimaginables el que también nosotros nos incorporemos a ese Círculo amoroso
triangular, en el que dando y recibiendo nos acontezca graciosamente el Amor y
nuestra mejor realización de personas amadas y amantes.
Juan Sánchez Trujillo