“Un Dios que ama al mundo”
Jn 3, 16-18
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
LA MANIFESTACIÓN DE DIOS COMO AMOR QUIERE RECORDARNOS
INSISTENTEMENTE QUE ÉL SE DIRIGE A NOSOTROS CON LA DEDICACIÓN Y EL
CARIÑO DE QUIEN ESTÁ EN EL CORAZÓN DE NUESTRA VIDA
La concepción que se tenga de Dios nace en buena parte de nuestra experiencia en las
relaciones humanas. Generalmente, hay dos aspectos bien diferenciados: el fundamento
que la sostiene y el misterio que la envuelve. La supremacía de un aspecto sobre el otro
determina los sentimientos: si el predominio es el del primero, será de confianza, al
sentirse protegido y cuidado; si la preponderancia es el del segundo, será de temor, al
considerarse supeditado y dominado. Las dos impresiones se expresan de dos formas en
la oración: la alabanza agradecida y la invocación perpleja. En toda vivencia religiosa,
incluida la cristiana, conviven distintas sensibilidades y formas de orar; sin embargo, ¿no
nos sentimos ante Dios protegidos y amenazados, al mismo tiempo, y gozosos de
mantener una relación cordial con él y suspicaces ante el temor de quedar anulados en
algún momento por fiarnos totalmente?
Los textos que la liturgia nos propone en la solemnidad de la Trinidad nos presentan una
descripción de Dios que va más allá de la proyección en la que, a menudo, caemos al
prestarles atención a los sentimientos espontáneos que nos surgen. La manifestación de
Dios como amor quiere recordarnos insistentemente que él se dirige a nosotros con la
dedicación y el cariño de quien está en el corazón de nuestra vida. El perfil de una vida así
no está determinado por nuestros deseos, sólo pálidamente. En efecto, nuestro deseo de
vida, por muy grande que sea, no logra alcanzar la plenitud de cuanto Dios quiere
entregarnos; se aproxima solamente, igual que se aproxima la concepción que podemos
tener del amor de Dios manifestado en Jesús.
Este amor, que aparece como el verdadero rostro del misterio, causa un estupor indecible:
sentirse el centro de la atención y de los cuidados de Aquel que es la vida misma,
rebosante y salvadora. Así se aprende que no es encerrándose, sino dándose, como se
obtiene verdaderamente la vida. La vida coincide con el amor entendido como entrega, y la
plenitud de la vida se experimenta cuando, abrazados y transformados, por tal amor nos
dirigimos a él en alabanza agradecida, signo de que el temor ha desaparecido
definitivamente.
ORACION
¡Oh, mi Dios, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para
establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad.
Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable!, sino que a cada
minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.
Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra morada predilecta y el lugar de
vuestro reposo. Que no os deje jamás allí solo, sino que esté allí toda entera,
completamente despierta en mi fe, en adoración total, entregada del todo a vuestra acción
creadora.
Oh mi Cristo amado, crucificado por amor; quisiera ser una Esposa para vuestro Corazón;
quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros... ¡hasta morir de amor! Pero siento mi
impotencia y os pido «revestirme de Vos mismo », identificar mi alma con todos los
movimientos de la vuestra, sumergirme, invadirme, sustituirme Vos a mí, a fin de que mi
vida no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como Adorador, como
Reparador y como Salvador.
¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándoos; quiero estar
atenta a vuestras enseñanzas, a fin de aprenderlo todo de Vos. Y luego, a través de todas
las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero estar fija siempre en Vos
y permanecer bajo vuestra inmensa luz. ¡Oh, mi Astro amado!, fascinadme, para que no
pueda ya salir de vuestra irradiación.
Oh fuego consumidor, Espíritu de Amor, «descended a mí», para que se haga en mi alma
como una encarnación del Verbo. Que yo sea para él como una humanidad
complementaria, en la que renueve todo su misterio.
y Vos, ¡oh Padre!, inclinaos ante vuestra pobre pequeña criatura, «cubridla con vuestra
sombra», no veáis en ella más que al «Amado en quien Vos habéis puesto todas vuestras
complacencias».
¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad donde me
pierdo! Yo me entrego a Vos como una presa. Encerraos en mí, para que yo me encierre
en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas
(Beata Isabel de la Trinidad)