LA CARNE DE LA VIDA
(SANTÍSIMO CUERPO DE CRISTO)
29 mayo 2005
"En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: Yo soy el pan vivo que ha bajado del
cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi
carne para la vida del mundo. Disputaban entonces los judíos entre sí: ¿Cómo
puede este darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les dijo: Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre
y o bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi
sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne en verdadera
comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él..." (Jn 6,51-59)
Dos dimensiones muy claras aparecen en el Evangelio de hoy; por otra parte,
estrechamente relacionadas entre sí. La palabra "carne" referida a Jesús de
Nazaret, y la unión con la divinidad conseguida a través de ella.
Tiene su importancia que se hable de "carne": palabra muy directamente
relacionada con la humanidad (con la Encarnación) del Hijo de Dios, Jesús. Es de un
tremendo realismo. De ahí, la dificultad encontrada por los oyentes de estas
palabras. Tendría que actuar, sin duda, el Espíritu Santo para que los discípulos
comprendieran el sentido eucarístico de esta expresión. Es decir, la Eucaristía,
según nos desvela Jesús mismo, es continuidad de la Encarnación. Si se quiere, un
nuevo modo de Encarnación. O, lo que es lo mismo, un Dios cercano al ser
humano, hasta ser entregado en totalidad. Aparece así la continuidad de la
humanidad de Cristo como vehículo de acercamiento y de encuentro con Dios. Su
humanidad continúa siendo instrumento de salvación. Y signo permanente de la
presencia cercana y amorosa de Dios a los hombres.
La Eucaristía es el sacramento del desbordamiento del amor y de la cercanía de
Dios. Descubrir esto es llegar al núcleo de ese Dios en que creemos, que no puede
entenderse más que desde el amor. Se comprende fácilmente cómo y por qué
tantos y tantos se han adentrado en el misterio de la Eucaristía, y han hecho de él
el centro de sus vidas. Comprendemos por qué la Iglesia nos insiste tanto en su
importancia y en la necesidad que de ella tenemos, y, por consiguiente, por qué
subraya lo imprescindible que, para nosotros, resulta. Como sabemos, el Concilio
Vaticano II la ha llamado "culmen y fuente" de la vida toda de la Iglesia.
Y, desde aquí, entendemos muy bien el segundo de los aspectos que destacaba
antes: la unión con la divinidad conseguida a través de la carne eucarística.
Compartimos vida nada menos que con la misma Trinidad. Nos engolfamos en la
vida íntima de Dios. ¡Quién podría imaginarlo! Contertulios de Dios, partícipes de su
vida, de su manera de ser y de sentir. ¡Cuánto podemos descubrir en esta relación!
Sobre el mismo Dios, sobre el hombre y sobre el mundo. Conviene insistir en este
aspecto: puede parecer que, cuando hablamos como lo estoy haciendo, nos
quedamos sólo en una actitud piadosa y hasta mística. Y, sin embargo, desde ese
punto, no podemos ignorar ni alejarnos del mundo y de la humanidad.
Por eso, la persona "eucarística" es una persona toda de Dios, es, a la vez, una
persona toda de la Iglesia, y, de manera inevitable, es una persona completamente
entregada al servicio de los demás.
El que come la carne del Señor tiene vida y derrama vida. El que no participa de
esta realidad y de todo su contenido, acabará actuando desde el egoísmo y tendrá
una vida sin hondura y sin sentido. Ojalá y la celebración del Corpus nos ayude a
descubrir el sentido de la Eucaristía y a vivirla con intensidad y compromiso.
Miguel Esparza Fernández