E L MISMO R EY EN P ERSONA VIENE A NUESTRO ENCUENTRO EN LA E UCARISTÍA , PARA DONÁRSENOS
COMO PROPIEDAD NUESTRA
(Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo – Ciclo A – 2008)
La Iglesia nos presenta hoy para nuestra contemplación y celebración a Cristo como
Rey del universo, en el último domingo del año litúrgico, equivalente al fin del año civil, antes
del inicio del Adviento, en la espera de la Navidad.
No se trata de una conmemoración inventada por la Iglesia: en el evangelio, Jesús
mismo se autoproclama Rey, cuando le preguntan, en el momento del juicio inicuo, si es rey:
“¿Tú eres rey? „Tú lo has dicho, para eso he venido‟”, contesta Jesús. Jesús es Rey aún antes
de nacer, desde toda la eternidad, por el hecho de ser la Persona de Dios Hijo, y continúa
siendo Rey por toda la eternidad, luego de haber pasado por su misterio pascual de muerte y
resurrección.
En el mundo de hoy la figura del rey está devaluada –las monarquías que quedan no
tienen peso real en los asuntos de gobierno-, pero no pasa lo mismo en la Iglesia Católica, ya
que Cristo Rey es Rey desde la eternidad, trasciende los tiempos humanos, y su poder de
Dios se extiende, desde la Iglesia, a toda la historia humana.
¿En qué se fundamento la reyecía de Cristo Rey? ¿Cómo es la reyecía de Cristo? ¿Cómo
es Cristo Rey? ¿De qué manera gobierna Cristo Rey? Para responder a estas preguntas, para
darnos una idea acerca de la reyecía de Cristo, podemos tomar a una época de la humanidad,
la Edad Media, en donde la figura del rey alcanzó su máximo esplendor; podemos caracterizar
a un rey humano, y luego compararlo con nuestro rey, el Rey de la Iglesia Católica.
Cuando conmemoramos a Cristo Rey, se nos viene a la mente la figura y la imagen de
un rey terreno, ya que es lo que conocemos como rey. Un rey terreno viste con telas de seda,
brillantes, costosas, con mantos reales de púrpura, bordados todos con hilos de oro y de
plata; un rey terreno gobierna desde un trono de majestad, hecho de madera fina, de
mármol, engarzado con piedras preciosas; se coloca una corona de oro puro, con diamantes y
perlas preciosas; su cetro está hecho de madera de ébano y ante un solo movimiento de su
cetro, todos se arrodillan ante su presencia; su corte está formada por caballeros y nobles,
señores feudales y damas de la corte, todos poseedores de grandes riquezas; su palacio es
una fortaleza, construida con piedras macizas, que albergan al rey y a su séquito tanto del
calor abrasante como del frío que congela. Los reyes de la tierra no donan nada, sino que
exigen el pago de tributos e impuestos, y así construyen su reinado.
Nuestro Rey tiene por corona no una corona, como los reyes de la tierra, de oro y de
diamantes, sino de gruesas espinas, que se hunden en su cabellera y tiñen su cabeza y su
cara con ríos de sangre roja y fresca; nuestro Rey no reina desde un trono de marfil y de
madera fina, sino desde el trono real de la cruz, hecho de madera gruesa, pintada de rojo por
la sangre que brota a borbotones de sus heridas; nuestro rey no usa mantos de púrpura ni de
seda fina, sino que se cubre con un manto real, rojo brillante, que es su propia sangre;
nuestro rey no habita en un castillo construido con piedras macizas, que lo albergan del calor
y del frío, sino que habita en el Monte Calvario, en donde primero el sol quema sus heridas y
luego el viento frío, hacia las tres de la tarde, hiela sus huesos; los reyes de la tierra exigen
impuestos y tributos, y llegan incluso hasta quitar el pan de sus súbditos, con tal de recaudar
dinero; nuestro Rey dona el agua y la sangre que brotan de Corazón traspasado, los
sacramentos de la Iglesia, y dona con ellos todo lo que es y todo lo que tiene, su Ser divino,
y su cuerpo y su sangre de Hombre-Dios; nuestro Rey dona sangre y agua que brotan de su
Corazón traspasado, sangre y agua que son Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y dona su
cuerpo en el altar de la cruz y en la cruz del altar, cuerpo que es Pan Vivo bajado del cielo. El
cetro de nuestro Rey es su mano clavada en la cruz; es su Palabra divina que brota de su
Corazón de Hijo de Dios, y ante su Palabra, quienes son sus discípulos, se estremecen de
temor y de gozo sobrenaturales y se arrodillan ante su cruz, porque reconocen a su Buen
Pastor, a su Pastor Eterno. La corte de este Rey eterno no está formada por nobles,
terratenientes, poderosos hombres de negocios, grandes sabios e intelectuales; la corte de
este Rey, que se reúne arrodillada ante la cruz del Monte Calvario, está formada por los hijos
de Dios, que se reconocen pecadores, que con su corazón contrito y humillado, adoran a su
Rey crucificado en el Gólgota, esperando de su Rey bondad y misericordia infinitas.
Los reyes de la tierra donan sus reinados solamente a quienes pertenecen a su familia
de sangre, mientras que excluyen de este reinado a cualquiera que no pertenezca a esta
familia. Por el contrario, el Rey de los reyes, el Señor de los señores, no sólo dona de su
reinado, de su Reino, a cada uno de sus súbditos, sino que se dona a sí mismo en Persona, y
esta es la herencia más grande y absolutamente majestuosa que los súbditos del Reino de
Dios no podrían ni siquiera imaginarse; el Rey de reyes no se conforma con donar solamente
una parcela de su reino de los cielos, sino que dona al Rey mismo de los cielos, que es Él en
Persona, y esto lo hace en el momento de la comunión eucarística.
Jesucristo, coronado de espinas, cubierto por el manto púrpura de su propia sangre,
agonizando en la cruz, crucificado, clavado al madero de la cruz por clavos de hierro, muere
en la cruz pero, paradójicamente es Rey eterno e inmortal, porque la muerte de este Rey ha
vencido a la muerte para siempre, y por eso Él es Vida eterna para las almas. El Rey
Jesucristo muere en la cruz, pero resucita, glorioso, para no morir más; resucita, sale vivo del
sepulcro, para donar su vida de Hombre-Dios a sus hermanos, los hombres.
Al recordar a nuestro Rey eterno, a nuestro Pastor Bueno, Jesucristo Rey, debemos
tener bien presente que la misa no es un mero ejercicio piadoso de la memoria: el mismo Rey
en Persona viene a nuestro encuentro en la Eucaristía, para donársenos como propiedad
nuestra, para darnos como anticipo algo más grande que el Reino de los cielos, y es Él,
Jesucristo, en Persona.
Padre Álvaro Sánchez Rueda