Comentario al evangelio del Domingo 03 de Julio del 2011
Para adquirir sabiduría
El esfuerzo por alcanzar la verdad es, sin duda, uno de
los más nobles de los que habitan el corazón del hombre. También es de los más arduos, porque la
realidad en todas sus dimensiones se resiste a revelar sus secretos, y grandes dosis de observación,
investigación y reflexión apenas sirven para arrancar unas pocas esquirlas de la verdad buscada. Pero
el esfuerzo constante acaba por obtener su premio, y al cabo de muchos siglos de civilización se han
ido acumulando conocimientos que han pasado a formar parte del acervo espiritual humano. Hoy en
día tenemos por evidentes cosas que, sin que ya nos percatemos de ello, son el producto de largos
siglos de esfuerzos de muchos. Especialmente los conocimientos técnicos y científicos son objeto de
un proceso acumulativo gracias al cual el saber adquirido difícilmente puede llegar a olvidarse; y en
este terreno ni siquiera hace falta que todos lo sepamos todo, es posible dividir socialmente el
conocimiento para que, sabiendo, eso sí, a quién dirigirse, todos puedan disfrutar de sus ventajas.
Pero la aventura del saber requiere de condiciones definidas por parte quien busca. Son distintos los
pensadores que han puesto de relieve las condiciones morales de la indagación de la verdad. Ya
Sócrates avisaba al respecto. Y en los últimos tiempos se ha vuelto a insistir en ello. Un filósofo
cristiano del siglo XX, von Hildebrand, recuerda que “para cualquier evidencia ade¬cuada son ya
necesa¬rios en diverso grado reverencia, sed auténtica de verdad, un paciente esfuerzo cognos¬citivo y
flexibilidad de espíri¬tu”. Aquí, como en todo lo que afecta al ser humano, existen obstáculos que no
sólo dependen de las limitaciones intrínsecas de nuestro intelecto, sino también de la ausencia de esas
disposiciones morales: el orgullo, la cerrazón de espíritu, la voluntad de poder, la vanidad, etc., nos
ciegan para la aprehensión de verdades elementales. Todos sabemos que no hay peor ciego que el que
no quiere ver; y tenemos la experiencia de que las conquistas del saber (por ejemplo, científico y
técnico) no siempre redundan como es debido en beneficio de todos, sino que se convierten con
facilidad en instrumentos de dominación, en motivos para la injusticia.
Pero todo esto se acentúa cuando se trata de aquellas verdades en las que el hombre decide la
autenticidad de su propia existencia, las relacionadas con el bien y la justicia, y con la fuente de todo
bien y toda verdad, es decir, con Dios. Y esto es así porque, en primer lugar, esas verdades, a
diferencia de las meramente teóricas y técnicas, no son “acumulativas”: no basta que se hayan
descubierto en cierto momento para que se incorporen definitivamente al caudal de la cultura común;
además, no basta “conocerlas” sólo teóricamente, es preciso asimilarlas, apropiárselas sometiendo a las
exigencias que presentan no sólo la razón, sino también la voluntad y el corazón. Por eso, cada
generación, cada cultura y cada persona individual debe descubrirlas y asumirlas. Aquí no cabe la
“división social” del conocimiento.
Posiblemente es de estas cosas de las que habla hoy el Evangelio, en este breve y denso texto, que
algunos han llamado “el Magníficat de Jesús”. Estas son las cosas que Dios ha querido revelar a la
gente sencilla, mientras que se las ha ocultado a los sabios y entendidos. Y es que, efectivamente, las
cosas de las que habla Jesús, no son una mera instrucción moral o una nueva cosmovisión filosófica,
sino una verdadera revelación, un don que Dios nos hace por medio de Jesucristo: las
Bienaventuranzas, el amor universal, que incluye a los enemigos, y llega hasta el don de la propia vida,
el perdón sin límites, la fidelidad, la confianza en Dios nuestro Padre, incluso en los momentos de
adversidad, la difícil comprensión del mesianismo de Cristo, que lo llevó a la cruz. Todas estas son
cosas que Dios ha revelado por medio de Cristo, y que requieren un corazón bien dispuesto, abierto,
sencillo, como dice Jesús, esto es, curado de la hinchazón de la soberbia y la seguridad exclusiva en las
propias fuerzas.
De hecho, “estas cosas”, aunque suenen tan bien, no son tan fáciles de entender. Muy posiblemente,
eran muchos en tiempos de Jesús los que torcían el gesto cuando oían por primera vez hablar de ellas.
También es muy posible que nosotros mismos lo torzamos cuando nos encontramos en situaciones que
nos exigen llevar a la práctica estas verdades evangélicas, es decir, aceptar vitalmente “estas cosas”.
Examinando nuestra actitud real, concreta y práctica respecto de ellas, podemos intuir si nos
encontramos en el grupo de los sabios y entendidos, o en el de la gente sencilla.
Posiblemente oscilemos entre los dos grupos. Por un lado, todos tendemos a adquirir seguridad por la
vía de la fuerza y el poder: los carros de Efram, que serían los modernos carros de combate, los
caballos y los arcos de los guerreros, son cosas que parecen ofrecernos más seguridad y mayor garantía
de dominio que la humildad del rey humilde que afirma su triunfo cabalgando en un modesto asno, y
se encamina al trono de la cruz. ¿Será capaz un rey así de romper los arcos, dictar la paz y dominar el
mundo entero? Estas cosas son las que permanecen escondidas a los sabios y entendidos. Pero ello
quiere decir que tenemos que seguir trabajando para abandonar la autosuficiencia que nos dificulta
aceptar esta revelación, y adoptar en todo momento la actitud de confianza de los sencillos, abiertos sin
condiciones a la enseñanza de Cristo, y que reciben la revelación de que precisamente es este extraño y
modesto rey el que nos descubre la verdad que salva: la que nos da alivio y descanso, la que nos
consuela y libera, la que nos da el descanso del alma, porque es sólo esta verdad la que nos rescata de
la culpa, del pecado y de la muerte. El poder de carros, arcos y caballos estriba en su capacidad de
provocar la muerte. El de las cosas de las que habla Jesús, por el contrario, está en su capacidad de
vencer sobre la violencia y la muerte y dar vida. Y como los agobios y fatigas, procedentes de aquellos
males fundamentales, nos afectan a todos, por eso mismo, por mucho que sean sólo los sencillos los
capaces de entender estas verdades, Jesús dirige su llamada a todos, para ofrecerles su alivio: “venid a
mí todos los que estáis cansados y agobiados”; y ¿quién no lo está de un modo u otro?
Es verdad que Jesús, al llamarnos así, no nos engaña y nos avisa de que esta verdad es exigente: es
también carga y yugo. Ya lo decía bellamente San Agustín: “amor meus, pondus meum”, mi amor y
mi peso. Esto se ve ya en el amor humano: es lo más necesario para nuestra vida, sin él ésta se
convierte en un peso insoportable, en un infierno; pero el amor tiene también su propio peso, su parte
de yugo: en el matrimonio, en las relaciones de los hijos con los padres y de los padres con los hijos, en
la verdadera amistad… existen momentos en los que hay que saber renunciar, asumir algún sacrificio,
estar dispuesto a sufrir por la persona amada. Sin esto, el amor no persevera. También en el amor que
Jesús nos ofrece y regala con su persona y que es, además, el acceso a la fuente de todo verdadero
amor, hay un elemento de peso y de yugo, de cruz. Pero es un yugo llevadero, una carga ligera, porque
es la que Jesús mismo ha cargado sobre sí para aliviar la nuestra, y porque es el peso y el yugo del
amor, de nuestra salvación.
Aunque con otras palabras, San Pablo nos habla de lo mismo en su carta a los Romanos. Los sencillos
a los que se les han revelado estas cosas son los que viven (tratan de vivir) en el Espíritu de Jesús, en la
dinámica de su muerte y resurrección: los que mueren en su vida cotidiana a la carne (el poder y la
violencia, el egoísmo, la injusticia, con tal de adquirir seguridad) para ser vivificados por el Espíritu
del amor, la generosidad, el perdón, la fe. El Espíritu de Dios es un Espíritu de vida y libertad, pero no
para “hacer lo que me da la gana”; las “ganas” son con mucha frecuencia distintivo de la carne. El
Espíritu del que nos habla Pablo, el que da el verdadero entendimiento de “estas cosas” que Jesús nos
revela, es el Espíritu que nos inspira para el bien, el Espíritu del amor. De nuevo fue San Agustín el
que supo resumirlo admirablemente: “dilige et quod vis fac”, ama y haz lo que quieras.
Jose María Vegas, cmf