Una semilla de esperanza y de inmortalidad
Domingo 15 ordinario 011 A
Cristo estaba ya a la mitad de su camino como predicador itinerante, por los camino de Galilea,
y se veía venir un período de crisis, pues tras de los éxitos iniciales y el entusiasmo que
suscitaba entre las multitudes, los jefes religiosos le habían declarado la guerra y se reían de
él, los fariseos lo consideraban un enemigo de Satanás y ya comenzaban a urdir la manera de
desprenderse de él aunque fuera con la muerte; sus apóstoles y sus discípulos escasamente
entendían su mensaje; ya había tenido serios problemas con su familia y sus paisanos, y las
gentes estaban a la expectativa, no acababan de darle su adhesión e incluso comenzaban a
retirarse de él. Todo esto hacía pensar que Cristo contemplaba ya en lontananza el fracaso de
su misión profética, presentía la llegada de su pasión, su cruz y su muerte, y la situación se
presentaba entonces como para tirar la toalla y marcharse a otro lado con su desilusión y su
fracaso. Pero fue entonces cuando echando a volar su imaginación y previendo los planes de
Salvación del Buen Padre Dios, lanzó una de sus grandes parábolas que presagiaban que a
pesar de la dificultad que su Palabra encontraría en su ambiente y la tremenda dificultad para
que ella llegara a todos los hombres en el transcurrir de los siglos, sin embargo la cosecha para
los graneros del Padre sería sobre manera abundante. Podemos imaginarnos entonces a
Cristo sentado en una barca en el lago de Galilea y a la gente que permanecía en la orilla
escuchandolo:
“Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron a lo
largo del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno
pedregoso, que tenía poca tierra; ahí germinaron pronto, porque la tierra no era gruesa; pero
cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros
granos cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron sofocaron las plantitas. Otros
granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos ciento por uno: otros sesenta; y otros
treinta. El que tenga oídos, que oiga”.
¿Qué entenderían aquellas gentes? Parece que muy poco, si nos atenemos a lo que el mismo
Cristo dijo a continuación: “…este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y
tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni comprender con el
corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve”. Sin embargo, Cristo está apelando
a la conciencia de sus oyentes y a su libertad, porque si bien la semilla sembrada tiene una
eficacia comprobada, se necesita la colaboración de la tierra, del hombre, para que llegue a dar
fruto. Parece que se cargan mucho las tintas en las dificultades que el hombre encuentra para
acoger en su corazón la Palabra de Dios, pero no nos olvidemos que las palabras finales, sobre
la misma semilla, sobre la Palabra Divina es lo verdaderamente importante. La cosecha supera
lo imaginado, cada grano produce cien, sesenta o treinta por uno. El Señor triunfará con todo y
los pájaros, el sol, las piedras y las espinas, el afán de poder que olvida que este mundo es
para todos: la lucha entre el esfuerzo personal y la comodidad de quedarse donde se está y la
injusticia de la riqueza del mundo que se desea o se posee sobremanera, olvidándose también
que la riqueza fue puesta para ser compartida por todos. Acojamos, pues, con todo el corazón,
la semilla de la Palabra de Dios que hoy siembra el Señor en la Sagrada Escritura, en su
Iglesia, en sus sacramentos y en cada uno de los desposeídos donde Cristo quiere ser
atendido y acogido.
Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda.