“Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha”
Mt 9, 32-38
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
“DIOS HA VISITADO Y REDIMIDO A SU PUEBLO”
“Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias; invocamos tu nombre, proclamarnos tus
maravillas” (Sal 75,2). El prodigio de la Palabra nos impulsa a penetrar en el misterio de la
ternura de Dios, que se revela como fuerza en la debilidad, capaz de revestir con su nueva
luz al “pueblo que caminaba en tinieblas” (Is 9,1), de cambiar, junto con el nombre, el rumbo
de la existencia del siervo, de cambiar el rostro de la vieja en el joven de la santidad (cf El
Pastor de Hermas).
Dios se hace presente en el momento del combate interior. Deja el trono de su gloria en los
cielos, para sentarse en el trono de su benevolencia: el hombre vivo, gloria de Dios. En su
Hijo Jesús, a cuya luz vemos la luz, nos revela el Padre su amor materno; en Cristo,
Palabra que penetra como espada de doble filo, “que adiestra mis manos para la batalla,
mis dedos para el combate” (Sal 144,1); en él ha sido engullida la muerte, vencido el miedo,
cancelados los cálculos y las estrategias oportunistas del hombre; el pecado se ha
convertido en ocasión para encontrar, en nosotros mismos, la impronta de la mano de Dios
creador, porque “lo que en Dios parece locura es más sabio que los hombres, y lo que en
Dios parece debilidad es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,25). En efecto, Dios envió a
su Hijo al mundo (Gal 4,4) para hacernos hijos y renovar su promesa, que encuentra su
plenitud no ya en una tierra, sino en el tiempo de la salvación para todos los confines de la
tierra. Por eso los ciegos ven, los mudos hablan, los cojos andan, los dubitativos y los
medrosos son consolados: “Dios ha visitado y redimido a su pueblo” (Lc 1,68).
ORACION
Señor, derrama tu Espíritu en mí, para que mi vida, a menudo triturada y con facilidad
idólatra, llegue a ser libre, unificada en ti. Crea en mí un corazón sincero, para que me
relacione contigo no de una manera ritualista y rutinaria, sino con toda la conciencia de que
«tú eres mi dueño, mi único bien; nada hay comparable a ti» (Sal 16,2) y de que «me
enseñarás la senda de la vida, me llenarás de gozo en tu presencia, de felicidad eterna a tu
derecha» (Sal 16,11).
Concédeme vivir la certeza de que eres la revelación del infinito amor del Padre, que se
inclina hacia mí amándome, hasta compadecer conmigo en tu misterio de pasión-muerte,
para abrirme al poder de la resurrección. Señor Jesús, que yo sufra contigo mis dificultades
y dolores, y venza contigo todos mis males gracias a tu resurrección. Es dentro de este
ritmo de vida pascual donde te ruego que me hagas partícipe de tu ansia de salvación.
Señor, envíame, envía a tantos otros hermanos mejores que yo al campo del Padre, donde
ya se dora la mies del Reino.