I Domingo de Adviento, Ciclo A
Adviento, tiempo para la esperanza
El camino del Adviento
Anticipándose al final y al principio del año civil, el año litúrgico concluye un ciclo y
abre otro nuevo. Nuestros años solares, organizados en torno a la muerte y el
nacimiento del sol, han recibido el sello del cristianismo que afirma que la
verdadera luz que da la vida a los hombres es Jesucristo, el Logos de Dios hecho
carne y nacido en Belén. Pero la gran fiesta del nacimiento de Cristo no es un
acontecimiento cósmico que se nos impone con la inevitabilidad necesaria de todo
lo natural, sino un acontecimiento histórico, humano, que Dios propone en diálogo,
y por ello requiere de una adecuada preparación. De ahí que el año litúrgico se
adelante en casi un mes a la fiesta de la venida del Hijo de Dios al mundo, y se
inaugure con este tiempo previo, llamado precisamente Adviento. Una de las
palabras clave de este tiempo es “¡preparad el camino al Señor!” El Señor está en
camino. Y nosotros, impacientes por su venida, nos ponemos también en camino
para salir a su encuentro: es el Adviento, que recorremos en cuatro etapas, cada
una de las semanas que conforman este tiempo litúrgico.
Es un tiempo marcado por la esperanza, esa dimensión humana, tan
profundamente enraizada en el corazón humano, por la que nos orientamos al
futuro y, desde él, anticipándolo, damos sentido al presente y tratamos de superar
las limitaciones del mismo. La encíclica de Benedicto XVI, Spe salvi, está dedicada
precisamente a este tema. Es un texto breve pero de gran densidad, en el que
reflexiona sobre la esperanza como disposición humana y sobre su contenido
cristiano. La esperanza cristiana, nos dice, no es un mero anhelo, un deseo o una
proyección subjetiva del futuro, tampoco se reduce a una mera promesa, sino que
tiene su fundamento en una realidad ya presente y operante en esta vida, que nos
ayuda a soportar y superar las dificultades, contrariedades y sufrimientos
presentes. Es decir, nos ayuda a vivir ya ahora esos “bienes prometidos”, porque
Dios mismo en Cristo se ha hecho presente en nuestra historia. En Él podemos
pregustar la vida eterna, que no es simplemente una sucesión temporal indefinida y
sin término, sino la vida plena, la plenitud de la vida, que en ciertos momentos de
nuestra existencia podemos intuir y que nada, excepto Dios, su amor y la comunión
plena que genera con los demás puede proporcionarnos.
Antes de reflexionar sobre el primer domingo de Adviento repasemos brevemente
las cuatro etapas que nos aprestamos a recorrer.
Primer domingo: la Segunda venida de Cristo. Enlaza con la reflexión de las
dos últimas semanas del final del año litúrgico. Para activar nuestra
preparación a la Navidad, la liturgia y la Palabra de Dios nos recuerdan que
no se trata aquí de un mero recuerdo de algo que sucedió hace poco más de
2000 años y que nosotros nos limitamos a conmemorar. De hecho, todo
cristiano se encuentra en situación de espera y esperanza, pues Cristo ha de
venir de nuevo. Por eso, también nosotros hemos de estar real,
existencialmente en vela. De ahí que la llamada de este domingo y esta
primera semana sea “¡Velad!”.
Segundo domingo: el ciclo de Juan el Bautista. La actitud propia del profeta
consiste en velar y en descubrir los signos que nos anuncian la venida del
Señor y nos avisan de su presencia ya cercana. Juan Bautista el Precursor
llena por ello la segunda semana de Adviento. Él nos exhorta a velar, nos
dice en qué consiste esta actitud, nos enseña a discernir los signos que
revelan la próxima venida.
Tercer domingo: el tono principal de este domingo es la alegría. Por ello se
llama este domingo de Adviento Gaudete!, ¡alegraos! Es el paso del
Precursor al Hijo, del que anuncia las promesas a Aquel que las cumple, de
Juan a Jesús.
Cuarto domingo: anticipado por la solemnidad de la Inmaculada Concepción,
se abre el ciclo de María y su mundo. Dios viene, pero lo hace como hombre,
asumiendo la carne (la historia, la cultura) humana, no puede venir sin la
cooperación humana, y esto requiere que el hombre le abra sus puertas.
María representa la aceptación de la venida del Hijo de Dios en carne mortal
por parte del hombre, el sí del ser humano a Dios y la disposición a cooperar.
Domingo de la 1ª semana de Adviento (A)
PRIMERA LECTURA
El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del Reino de Dios
Lectura del libro de Isaías 2, 1-5
Visión de Isaías, hijo de Amos, acerca de Judá y de Jerusalén: Al final de los días
estará firme el monte de la casa del Señor en la cima de los montes, encumbrado
sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos.
Dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos
instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la
ley, de Jerusalén, la palabra del Señor».» Será el árbitro de las naciones, el juez de
pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No
alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de
Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor.
Sal 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9 R. Vamos alegres a la casa del Señor.
SEGUNDA LECTURA
Nuestra salvación está cerca
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 13, 11-14ª
Hermanos:
Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de despertaros del sueño,
porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer. La
noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las
tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno
día, con dignidad. Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno,
nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo.
EVANGELIO
Estad en vela para estar preparados
Lectura del santo evangelio según san Mateo 24, 37-44
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Cuando venga el Hijo del hombre,
pasará como en tiempo de Noé. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se
casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban
llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del
hombre: Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo
dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el
ladrón, estaría en vela y no dejarla abrir un boquete en su casa. Por eso, estad
también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del
hombre.»
Перекуют
Las dos venidas del Señor (y la tercera)
Se habla en la tradición cristiana de dos venidas del Señor: la primera, la
encarnación del verbo de Dios, el nacimiento de Jesús, por el que Dios se hace
cercano y presente, y que es el fundamento de nuestra esperanza. Dios está ya
presente entre nosotros y es posible vivir en comunión con él. Pero seguimos
experimentando el peso y las limitaciones de la vida. Por eso, todavía no vivimos en
la plenitud a que aspira nuestro corazón. Más bien es Dios en Cristo Jesús el que
participa de nuestras limitaciones y nos acompaña en ellas, dándonos así la
posibilidad de vivir las primicias de aquello que esperamos alcanzar.
La segunda venida, la definitiva, es la que nos habla del fin del mundo, del juicio,
del momento en que Cristo, al que conocemos en la apariencia humilde de su
humanidad, frágil como la nuestra, se manifestará en toda su gloria, en el poder de
su victoria sobre el mal y la muerte, en la plena luz de la resurrección. Todas estas
frases, que suenan tal vez un poco estereotipadas, que a muchos practicantes y no
practicantes, les resulta una extraña jerga eclesiástica, ¿qué sentido tienen, si es
que tienen alguno?
En una ya larga tradición se entienden esas palabras y expresiones como algo
terrible y que infunde pavor. La idea del fin del mundo suena a catástrofes y
tremendos cataclismos. Incluso hoy hay cristianos sumamente interesados en
determinar el cuándo de ese final, que asocian a la idea de un castigo universal. Y
la idea del juicio se entiende también como algo que provoca pánico. Basta pensar
en las imágenes, tremendas en su soberbia belleza y fuerza, del juicio final de
Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.
Ante estas imágenes tremebundas muchos reaccionan con rechazo y explícito
desinterés. El fin del mundo nos les parece interesante (mejor ocuparse de este
mundo, mientras existe, que es el único que tenemos), además de rechazar esa
religión del miedo que parece querer mantenernos en un infantilismo permanente,
ajeno al espíritu de la época.
En realidad, si se atiende con detalle a lo que, no las tradiciones culturales, sino el
mensaje cristiano dice a este respecto, nos damos cuenta de que lo tremendo y
pavoroso no pertenece a su entraña. En primer lugar, lo que los textos evangélicos
nos dicen es que saber en concreto el día y la hora no es posible y además no es
interesante. La idea del fin del mundo está de hecho asociada a algo que todos
sabemos y experimentamos cada día: el mundo y la vida son limitados y finitos y
esa limitación se manifiesta de muchas formas, que todos podemos experimentar
de múltiples modos. Es decir, este mundo y esta vida no son definitivos. Pero, al
mismo tiempo, sobre esta experiencia real, podemos experimentar que, no sólo
nuestra vida aspira a lo definitivo e ilimitado (si no fuera así, ni siquiera podríamos
tener conciencia de la limitación y la finitud), sino que hay en verdad en la vida
humana dimensiones definitivas que le dan densidad y valor.
Por ello, Jesús, que no nos dice cuándo será el fin del mundo (él mismo dice
ignorarlo, se ve que el asunto no le interesaba mucho), sí que nos dice cómo
hemos de vivir para no descuidar esas dimensiones últimas: es necesario no
dejarse amodorrar por lo que pasa sin remedio y, sin dejar de ocuparnos de las
necesidades de la vida (comer y beber, relacionarnos, resolver los problemas y
conflictos cotidianos), no podemos absolutizarlas pues hay valores y dimensiones
superiores y definitivos. Cuando absolutizamos lo relativo, el comer y el beber,
también el legítimo disfrutar de la vida, y la solución de los inevitables conflictos,
todo eso se convierte en “comilonas y borracheras, lujuria y desenfreno, riñas y
pendencias”, es decir, como dice San Pablo, una vida vivida sin dignidad. Frente a
eso, se nos exhorta a velar, a vivir con los ojos abiertos, conscientemente o, lo que
es lo mismo, con dignidad. Que nos vaya mejor o peor, la riqueza y la salud no
dependen por entero de nosotros; hay que prestarles atención, pero la justa. En
cambio vivir con dignidad eso sí depende de nosotros. Ahí se juega nuestra
responsabilidad.
Así, creo yo, hay que entender esas enigmáticas palabras de que “a uno se lo
llevarán y a otro lo dejarán”. Haciendo las mismas cosas, viviendo en el mismo
mundo, podemos vivir de manera muy diferente: encerrados y entregados por
entero a los bienes pasajeros; o atentos y abiertos a los bienes que no pasan. De
esto depende que nuestra vida adquiera o no un sentido pleno.
En este sentido, el fin del mundo es su límite, su intrínseca limitación que se
manifiesta en nuestra condición mortal. Todos hemos de morir y el fin del mundo
para cada uno es su propia muerte. Igual que no sabemos cuándo será el fin del
mundo, no sabemos en principio cuándo será nuestra muerte. Y si lo llegamos a
saber (en el caso de una enfermedad incurable, que nos puede invitar a buscar
remedios alternativos o, al menos, a prepararnos adecuadamente), eso se
parecería al anuncio de un fin del mundo al estilo de la actual crisis ecológica, como
amenaza por agotamiento de sus recursos energéticos, o por cualquier otra causa,
que puede obligarnos a tomar medidas y empezar a vivir de otra manera. En
cualquier caso, ser conscientes de todo esto y tratar de vivir de los valores
definitivos (la verdad, el bien, la justicia, la fidelidad, el amor…) nos pone en
relación con la fuente de la vida y de lo que la trasciende, con Dios que, en Cristo,
viene a nosotros. Vistas así las cosas, entendemos que la segunda venida (el fin del
mundo y el jucio) no es algo tremebundo ni amenazador. Al contrario: Jesús viene
como salvador que nos rescata de la finitud de la muerte y del mal en todas sus
formas. El encuentro con él es una alegre noticia, un mensaje de esperanza y de
consuelo, pues significa que el pecado, el mal y la muerte han sido vencidos por
Cristo y si viene es para hacernos partícipes de su victoria.
A este respecto, podemos hablar de una tercera venida del Señor. No es tercera en
sentido cronológico sino en su forma de realización, y que pone en relación la
primera (en la que se funda) y la segunda (a la que tiende). Es la venida cotidiana
de Jesús en su Palabra proclamada en la liturgia, en el Pan y el Vino de la
Eucaristía, en su presencia en nuestros semejantes, especialmente en los
necesitados, desde los que nos llama al servicio del amor. Estas venidas cotidianas
que hacen a Dios, a Cristo, accesibles a todo el que quiera encontrarse con Él, son
como la aurora que anuncia que el día (la salvación) está cerca, y que tenemos que
irnos despertando ya, no podemos seguir viviendo entumecidos por el sueño de la
noche. Despertarse, prepararse, pertrecharse adecuadamente para la venida de la
luz, todo eso significa empezar a vivir ya como si fuera de día, adoptar y usar las
“armas de la luz”, caminar a la luz del Señor, anticipar en nuestra forma de vida,
de relación, de solución de conflictos la armonía, la paz y la plenitud a la que
aspiramos y que Cristo ya está haciendo presente: ejercitarnos para vivir en paz y
no en guerra, transformar las espadas en arados y las lanzas en podaderas.
Atendiendo a esas diversas formas de su “tercera” venida, damos testimonio de la
primera y la acogemos, y nos preparamos adecuadamente a la segunda y
definitiva.
Padre Jose María Vegas, cmf