“Yo les aseguro que, en el día del Juicio, Tiro y Sidón serán tratadas menos
rigurosamente que ustedes”
San Mateo 11, 20-24:
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
COMO CRISTO NOS HA SALVADO A NOSOTROS, TAMBIÉN NOSOTROS DEBAMOS
PROCURAR LA SALVACIÓN DE LOS DEMÁS
Moisés, salvado de las aguas, salvará después a su pueblo. Existe siempre una estrecha
relación entre lo que se es y lo que se hace, entre lo que se experimenta y lo que se
comunica. También el cristiano conoce esta experiencia fundamental. Se trata de algo que
nos habla de una lógica humano-divina que no admite excepciones. Dirá san Pablo: “En
otro tiempo erais ti nieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Portaos como hijos de la luz,
cuyo fruto es la bondad, la rectitud y la verdad» (Ef 5,8ss).
En el Nuevo Testamento aparece con frecuencia esta relación: si somos una cosa, de ahí
se deben seguir una serie de consecuencias, o sea, el fruto de ese ser. Como decían los
antiguos, «agere sequitur esse» («el obrar sigue al ser»). Si somos cristianos, debemos
irradiar la luz propia de los cristianos, que no es otra que la de Cristo. Por consiguiente, si
somos amados, debemos amar; si somos dichosos, debemos hacer dichosos a los otros, y
si se nos ha anunciado la Palabra, nosotros debemos comunicarla asimismo a los demás.
Esta lógica procede de nuestra unión con Cristo: somos en él una nueva criatura, nos
hemos convertido en hijos de Dios, y esto supone un nuevo estilo de vida que deriva de la
nueva realidad que hemos adquirido por gracia divina. Nos han sido perdonados nuestros
pecados; por consiguiente, también nosotros, como Cristo, debemos perdonar; hemos sido
salvados por Cristo, de ahí que, como Cristo nos ha salvado a nosotros, también nosotros
debamos procurar la salvación de los demás. La dignidad cristiana, procedente de nuestra
inserción en Cristo Jesús, nos mueve a convertirnos para los otros en lo que Cristo ha sido
para nosotros, nos induce a extender a los otros lo que nosotros hemos recibido.
ORACION
Señor Jesús, tú dijiste una vez: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Haz
que nosotros podamos ser también, aunque sea en una medida mínima, un reflejo del
Padre celestial, un pequeño rayo de luz que emana de su persona divina, y que así
también nosotros podamos irradiar un poco de bondad, de perdón, de esperanza, de
alegría, de confianza y de servicio generoso a los otros.
Haz que siempre podamos recordar nuestra vocación, nuestra dignidad, el insigne
privilegio de estar verdaderamente insertados en la Trinidad divina, y que esta conciencia
nos ayude a vivir intensamente las realidades que la fe nos ofrece, de tal modo que los
otros, tal vez menos privilegiados que nosotros, puedan recibir un influjo benéfico del
tesoro de gracia que nos ha sido concedido.
Te pedimos asimismo por aquellos a quienes llegará esta irradiación nuestra, a fin de que,
no tanto con la palabra, como con nuestra vida y nuestras obras, puedan percibir la belleza
de la vocación cristiana, de la fe, de la esperanza y de la caridad de Cristo y puedan sentir
la fascinación de la filiación divina. Amén.