"Soy manso y humilde de corazón"
San Mateo 11, 28-30
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
DIOS CUIDA DE SU PUEBLO.
Quiere el bien para cada uno de sus hijos creados, amados y custodiados por él. La última
palabra de Dios es «vida», no «muerte», como nos mostró al resucitar a Jesús. Nuestra
experiencia terrena es con frecuencia una experiencia de fatiga, de tener que cargar con
pesos bajo los cuales nos abatimos: pesos físicos, pesos interiores. Cada uno de nosotros
se reconoce con facilidad entre los «fatigados y agobiados» a quienes Jesús invita a ir con
él. O bien entre quienes gritan en la prueba, como los judíos de la profecía de Isaías. Vale
la pena preguntarse cómo vivimos las situaciones difíciles que llamamos «pruebas», cómo
reaccionamos frente a lo que nos parece demasiado pesado para nuestras fuerzas o nos
espanta, nos desorienta. ¿Tal vez nos limitamos a enfadarnos (contra los otros, contra el
destino, contra Dios)? Se trata de una reacción comprensible, pero corremos el riesgo de
que nos haga sentir los dolores, para, a continuación, dar a luz «sólo viento», usando la
imagen del profeta Isaías.
Si queremos caminar con el Señor por las sendas que él en su bondad no deja de allanar,
podremos cargar con su yugo, un yugo ligero, porque lo llevamos con él, y él mismo nos
enseña a llevarlo con amor. De todos modos, las pruebas, las contrariedades, los
sufrimientos provocados, nos hacen mal y continúan haciéndolo, pero tienen un
significado: si vivimos sin cesar de amar, de dar alegría y paz a los que están junto a
nosotros, venceremos, como Jesús, el mal con el bien: primero en nosotros mismos y, a
continuación, en nuestro entorno. Nos convertiremos en sembradores de esperanza.
ORACION
Vengo a ti, Señor, cargado con la fatiga de mi jornada y con los pesos de los sufrimientos
de los que viven junto a mí. Te encuentro cargado con la cruz y con todas las cruces
construidas, tanto ayer como hoy, por la mezquindad y por el egoísmo de tantos.
Mírame, Señor: mira cómo, a pesar de las apariencias y de cierto perfeccionismo
religioso, y aun llenándome a menudo la boca con hermosas palabras, ni siquiera soy
capaz de llevar con amor mi propio peso. A la invitación que hoy me diriges: «Venid a mí
todos los que...», responde tu oración en la cruz: «Padre, perdónalos...». Gracias, Jesús,
por atraerme a ti con tanta suavidad. A mi vez, quisiera, con tu ayuda, entregar suavidad:
tal vez descubriría que con el amor todo peso se vuelve ligero.