Viernes Santo – 2011 Homilía de la celebración de la Pasión
El relato de la Pasión que acabamos de escuchar pone en el centro de nuestra
celebración la cruz de Cristo. Ese signo representa todo el dolor y toda la inmensa
masa de mal y de pecado que hay en el mundo y en nuestra vida personal. En la
Pasión de Jesús –nos enseña el Santo Padre– toda la suciedad del mundo entra en
contacto con el inmensamente Puro, con el alma de Jesucristo y, así, con el Hijo de
Dios mismo. En ese contacto la suciedad del mundo es realmente absorbida,
anulada, transformada mediante el dolor del amor infinito. Sólo un bien tan grande,
que nos llega del amor entregado hasta el final, es más fuerte que toda la masa del
mal, por más que esta sea terrible. Por eso, en la cruz se realiza el triunfo definitivo
del amor de Dios sobre todos los males del mundo. En la Pasión de Jesús, la vida y
el amor triunfan sobre el odio y la muerte. Un mundo sin cruz –continúa el Papa–
sería un mundo sin esperanza, un mundo donde la tortura y la brutalidad seguirían
siendo salvajes, los débiles serían explotados y la codicia tendría la última palabra.
La inhumanidad del hombre contra el hombre se manifestaría de manera aún más
tremenda, y no existiría la palabra fin al círculo maléfico de la violencia. Sólo la cruz
pone fin a todo eso.
El misterio de la cruz no es algo que está simplemente ante nosotros reclamando
nuestra compasión, sino que quiere penetrar todas las dimensiones de nuestra
existencia. Ella nos descubre el sentido y el valor que tiene toda vida humana. No
puede haber verdadero respeto por la dignidad humana, ni un desarrollo humano
integral, si perdiéramos de vista la sabiduría del amor que se nos revela en la cruz
de Jesús. De ella brota una sabiduría que no es de este mundo, sin embargo Dios la
puso a nuestro alcance por medio de su Hijo, para que tengamos vida en él y vida
eterna. El amor que brota de la cruz es la única fuerza capaz de cambiar al mundo
y transformar profundamente la vida de cada persona. Dios quiere atraernos hacia
él no por medio de la coacción y del miedo, sino por el amor. En la oración ante la
Cruz de los Milagros suplicamos la gracia de abrazarnos a la cruz de Jesús y vivir en
su amistad. Ese abrazo, como la señal de la cruz que hacemos sobre nuestra
frente, o el beso que en unos instantes más depositaremos sobre la imagen de
Jesús crucificado, compromete nuestra vida en su totalidad. ¡Qué inmensa tristeza
la de aquel hombre que al final de sus días escribi “lo único que me duele de morir
es que no sea de amor!”. Saber sufrir por amor es la gran sabiduría que nos ensea
la cruz cristiana.
Por consiguiente, nuestra fe se decide ante la cruz de Jesús. O le pedimos que se
baje de la cruz, porque no toleramos la locura de abrazarnos a él crucificado y no
estamos dispuestos a seguirlo hasta el final; o, por el contrario, aceptamos
humildemente ser atraídos por él y, perdonados de nuestra autosuficiencia,
pedimos la gracia de permanecer fieles, con María, junto a la Cruz. A los pies de la
cruz aprendemos a tener la mente de Cristo; allí nos contagiamos de sus
sentimientos; y en esa escuela del amor entregado hasta el fin, nos damos cuenta
cómo debe ser la conducta que distingue al discípulo de Jesús. Que nuestra vida
sea transparencia de la Pasión de Jesús, de su amor crucificado, y hable, mediante
nuestro testimonio a todos los que sufren -los enfermos, los marginados y excluidos
de todo, las víctimas de la violencia y de las adicciones, y los pecadores- y les
ofrezca la esperanza de que Dios puede limpiarnos de toda maldad.
Adoremos con humildad la Cruz del Señor, poniendo en Cristo toda nuestra
esperanza. Él puede trasformar nuestra vida si creemos y confiamos en su amor.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes