Homilía en la solemnidad de la Inmaculada Concepción Itatí, 8 de
diciembre de 2010
El 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María,
es la gran fiesta de la fe y de la esperanza que vivimos en la Iglesia. Al
contemplarla purísima desde la concepción y luego elevada en cuerpo y alma al
cielo, nos llena de esperanza y de gozo saber que ése es también nuestro destino,
que la vida de cada ser humano es tan preciosa a los ojos de Dios como lo es la
vida de su Hijo Jesús y la de su Madre Santísima. La fe en Jesús, el amor a la
Virgen y sentirnos parte de la gran familia de la Iglesia, nos pone en movimiento
hacia el Santuario. ¡Qué hermosos recuerdos de fe y de esperanza nos traen las
peregrinaciones! ¡Cuántos de nosotros hemos tomado la primera comunión un 8 de
diciembre! ¡Cuántas veces hemos venido hasta aquí acompañados de nuestros
padres, familiares y amigos! Así, a lo largo de la vida, la memoria de esa fecha es
motivo de una nueva peregrinación, que se nos presenta siempre como una
providencial ocasión para agradecer el don de la vida, de la familia, de la salud y
del trabajo. Y también para pedir perdón a Dios por nuestros pecados, y suplicarle
que nos dé su fuerza y nos sostenga en el camino del bien. Como otros años,
también hoy hemos venido hasta aquí movidos sólo por la fe, esa fe viva que Dios
siembra en el corazón del hombre y que pone en movimiento lo más íntimo y más
hondo de su existencia: la respuesta a Dios que nos ama y nos da su vida. Por eso
la fe está estrechamente ligada con la vida, es más, nos damos cuenta de que si
vivimos, en realidad vivimos sólo por la fe. Pero, ¿en qué consiste esa fe? Y, ¿por
qué la fe es para nosotros una cuestión de vida o muerte? Quisiera traer a la
memoria aquella niña de 3 años que cayó en un pozo de más de veinte metros de
profundidad y apenas 30 cm de ancho. Hubo horas de mucha angustia y tensión
que, felizmente, se superaron cuando la criatura fue devuelta a los brazos de su
madre. Vanessa, así se llamaba la niña, pasó 7 horas atrapada en el fondo del
pozo. ¿Cómo pudieron rescatar a Vanessa? La clave principal: palabra y memoria.
La palabra de la mamá y la memoria de su hija. Vanessa tenía buena memoria de
esa voz y confiaba en ella. Por eso, cuando se encontró en medio de la oscuridad y
escuchó la voz cálida y a la vez firme, indicándole que levantara los bracitos y que
luego los bajara para que el arnés pudiera sujetarla, Vanessa siguió al pie de la
letra las instrucciones y así pudo ser rescatada. Hubo entonces dos elementos
esenciales en el rescate de la niña: la voz de la madre y la memoria de su hija. Si
hubiese fallado alguno de esos dos recursos, el rescate hubiese estado muy
comprometido. Esta historia nos hace pensar en nuestra condición humana, como
la de esa niña, tantas veces sumergida en situaciones de oscuridad. El texto del
Génesis, que escuchamos en la primera lectura, nos relata el episodio de Adán y
Eva, cuando decidieron construir su vida de espaldas a Dios, desobedeciendo el
mandato que les permitía comer de todos los árboles del jardín, exceptuando
únicamente el árbol del conocimiento del bien y del mal. Al desobedecer a Dios y
desconfiar de él, perdieron también la confianza entre ellos. Al darle la espalda a
Dios, empezaron a enfrentarse entre ellos y así se hundieron en el pozo de la
oscuridad y el aislamiento. Este relato de la Biblia refleja la condición humana de
todos los tiempos, también la realidad actual. ¿Dónde estás? ¿Dónde está tu
hermano? , es la pregunta que Dios dirige al hombre, a quien creó por amor y a
quien busca y quiere salvar aun al precio de su propia vida. Dios espera ansioso la
respuesta positiva de su criatura. La respuesta llegó de labios de María. Ella es la
nueva humanidad que respondi con total obediencia a las “instrucciones” que le
vinieron de “lo alto”. En efecto, el Evangelio de hoy nos ofrece el relato de la
Anunciación, donde María dice sí a la propuesta de Dios que le trae el Ángel: “Yo
soy la servidora del Seor, que se cumpla en mí lo que has dicho”. María dijo sí a la
voz del Ángel, porque tenía memoria de esa voz y le resultaba familiar escucharla.
En la exhortación sobre la Palabra de Dios, el Santo Padre quiere llamar la atención
precisamente sobre esa familiaridad de María con la Palabra de Dios. Ella habla y
piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su
palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus
pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un
querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede
convertirse en madre de la Palabra encarnada. La Palabra de Dios es
verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. ¡Qué
hermosa descripción de la familiaridad de María con la Palabra de Dios! ¡Qué
enorme contraste con la actitud soberbia y caprichosa de Eva y de Adán! Hoy
hemos peregrinado hasta los pies de nuestra Madre de Itatí, porque confiamos en
ella. Como aquella niña del pozo, la voz tierna y familiar de nuestra Madre nos da
seguridad. También nosotros queremos ser obedientes a sus instrucciones, cuando
con ternura y firmeza nos ruega: “Hagan todo lo que él les diga”. El don más
grande que ella nos quiere dar es su divino Hijo Jesús. Sobre todo en este tiempo
de Adviento en el que nos preparamos para celebrar su nacimiento. Nace Jesús,
nace la vida. Él es “vida y esperanza nuestra”, como rezamos en la oración Ante la
Cruz de los Milagros, que la recomiendo vivamente junto con esa otra bellísima
oración a la Virgen de Itatí, que nos atrae inmediatamente hacia ella cuando
decimos: Tiernísima Madre de Dios y de los hombres. Nuestra vida es preciosa a los
ojos de Dios a tal punto que él mismo la quiso vivir. María de Itatí, Madre de Dios,
nos muestra a un Dios que tiene carne y hueso como nosotros; es un Dios cercano,
a quien podemos conocer y con quien podemos ser amigos. Él nos da su vida, nos
hace cuerpo suyo, amigos en la Iglesia que peregrina en esperanza de más vida
para todos. La vida es un regalo de Dios, por eso decimos que la vida es sagrada.
Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e
incertidumbres, con la luz de la razón puede llegar a descubrir el valor sagrado de
la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural y
en todas sus dimensiones: física, espiritual, familiar, social, política, religiosa, etc.
La vida, como don de Dios, la tenemos que cuidar desde el momento mismo de la
concepción, y al mismo tiempo, proteger a la madre embarazada, que está
gestando esa vida. Esa criatura, desde que es concebida, no es propiedad de nadie,
ni de la madre, ni del padre, ni del Estado. Por eso, al declarar el año 2011 como el
Ao de la Vida, se dice que “debemos encontrar caminos para cuidar la vida de la
madre y del hijo por nacer, y así, salvar a los dos”. La vida humana, en todas sus
etapas, es esencialmente una responsabilidad interpersonal y social, pero nunca un
mero derecho individual. La fe ilumina aún más esta realidad porque nos enseña
que la grandeza y el valor de la vida humana está en el llamado que le ha hecho
Dios al hombre a participar de su vida divina. Esa participación se realizó de un
modo maravilloso en María desde su misma concepción. La Iglesia se alegra
inmensamente al pensar lo que Dios hizo en María y por la esperanza que esa obra
representa para todos los hombres. Podríamos decir, que Dios la pensó con amor y
la cuidó desde que fue concebida en el seno de su madre Ana, protegiéndola de
todo pecado, aun del pecado original. El mensaje que nos deja es profundamente
conmovedor: Dios ama la vida, la cuida y su máxima aspiración, si podemos
expresarnos así, es que todo hombre y mujer tengan vida digna, la vivan en
plenitud y sean felices. El camino hacia es plenitud y felicidad es Jesús, que nos da
su Palabra y su Cuerpo, “sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino,
sino que nos acompaña y nos indica la direccin”. María, con su voz tierna y
maternal nos ruega que sigamos las indicaciones de su Hijo: “hagan todo lo que él
les diga”. Amén.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes