El éxito y el fracaso
Homilía para el Domingo XVI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)
Uno de los afanes que persigue el mundo es el éxito, la buena aceptación
de nosotros mismos y de aquello que presentamos u ofrecemos a los
demás. Un profesional exitoso es aquel que se ve reconocido por la gente y
que puede traducir este reconocimiento en fama, en dinero, en estima
pública. Sin embargo, el fracaso, el resultado adverso, se proyecta como
una amenaza que asedia cualquier empresa humana.
También en la Iglesia podemos dejarnos seducir por este binomio de éxito y
fracaso. En una primera impresión, la Iglesia triunfa, alcanza sus objetivos,
si su predicación – que es un eco vivo de la palabra de Cristo – es bien
recibida y llega a cambiar la vida de los oyentes. En cambio, la Iglesia
fracasa si la predicación aparentemente no da fruto. Una parroquia exitosa
sería aquella que, cada domingo, se llena a rebosar y en la que los
feligreses aumentan en número y en calidad.
La lectura de la parábola del sembrador nos obliga a ser más cautos (cf Mt
13,1-23). Jesús habla en parábolas para ocultar “los secretos del Reino de
los Cielos”. Con este lenguaje, Jesús vela y revela a la vez lo que quiere
comunicar. Revela si el oyente está dispuesto a ver, a oír, a entender. Si no
se da esta apertura, las palabras se vuelven ininteligibles. Se da, entonces,
una especie de diálogo entre Jesús y los hombres en el que la intelección
por parte de los destinatarios no es automática, sino que depende, en cierto
modo, de las actitudes de estos.
Esta dinámica propia de las parábolas, que desvelan y ocultan a la vez, es
similar a la alternancia entre el éxito y el fracaso. La palabra de Dios es en
sí misma eficaz: “no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y
cumplirá mi encargo” (cf Is 55,10-11). Pero la palabra divina no actúa como
una apisonadora que iguala todos los terrenos y somete por la fuerza todas
las voluntades, sino como una palabra que procede de la libertad de Dios y
solicita, para ser acogida, la libertad del hombre.
Hay un solo sembrador y una sola semilla, pero variedad suelos en los que
esa semilla puede caer. El sembrador es Jesús que dirige a un lado y a otro
la semilla de su mensaje de salvación cosechando, según los terrenos, el
éxito o el fracaso. No obstante, la pequeña proporción que cae en tierra
buena da un enorme fruto, a pesar de las derrotas.
Lo importante es que cada uno de nosotros preparemos nuestra alma para
acoger la palabra de Dios en la fe, de modo que nuestros ojos se abran para
ver, nuestros oídos para escuchar, nuestra inteligencia para entender y
nuestra vida para dar frutos. Si la Iglesia guarda la fidelidad a su Señor no
fracasará nunca, auque tenga que experimentar en su peregrinación terrena
el gusto amargo de la agonía y de la cruz, del desprecio y de la persecución,
de la aparente ineficacia de sus esfuerzos.
Para toda la Iglesia se abre un nuevo tiempo misionero porque hay “muchos
cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la
Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la
fuerza del Evangelio” (Benedicto XVI, Verbum Domini , 96). Confiando en la
eficacia de la Palabra de Dios no podemos cansarnos de anunciar la Buena
Noticia del Evangelio y de invitar, sin miedo al fracaso, a todos los cristianos
a redescubrir el atractivo del seguimiento de Cristo.
Guillermo Juan Morado.