IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A.
Padre Camilo Maccise, OCD
1. Una característica del ser humano es la búsqueda de la felicidad. A lo largo de la
historia se han explorado diversos caminos tratando de encontrarla. Diversas
experiencias humanas y religiosas pretenden ofrece los medios para lograrla.
Ordinariamente se centra la felicidad en el poder, el saber, el tener y el placer.
Especialmente en el mundo de globalización y comunicación, la felicidad de ofrece
como algo que depende de un producto que hay que adquirir; de unas
circunstancias: viajes, fiestas, lugares que, desde luego dependen del poder
adquisitivo de las personas. Y, sin embargo, infaliblemente, la mayoría de las veces
lo único que queda es un vacío existencial. Es tal la desilusión que muchas veces
conduce al suicidio.
2. En el evangelio de hoy, Cristo nos presenta, a través de las bienaventuranzas, el
camino que verdaderamente garantiza la felicidad. A primera vista podría parecer
totalmente absurdo colocar la dicha en situaciones y actitudes que en lógica
humana serían señal de infelicidad: llorar, sufrir la injusticia y la persecución,
dejarse oprimir por otros. Sin embargo, las bienaventuranzas subrayan la actitud
de espíritu necesaria para practicar el estilo de vida que nos lleva a la felicidad
según el evangelio: estilo pobre, fraternal, solidario, contemplativo que se resume
en la pobreza de espíritu. Ésta se apoya en la bondad y fidelidad de Dios y, al
mismo tiempo, se hace solidaria con el prójimo. La certeza de la presencia y
cercanía de Dios, el único absoluto, es fuente de paz y de felicidad en todas las
circunstancias de la vida. La solidaridad con el prójimo permite el apoyo que
sostiene la esperanza en el compromiso con la justicia y los valores del Reino.
3. Al tratar de vivir las bienaventuranzas en nuestra vida concreta no olvidemos
que a la base de ellas, sosteniéndolas y dándoles sentido, está la pobreza de
espíritu. Esta actitud se nutre con la escucha de la Palabra de Dios y con la vida de
oración. Al abrirnos a Dios vamos adquiriendo un corazón de pobre porque
tomamos conciencia que todo lo hemos recibido de la misericordia de Dios y eso
nos llevará a una solidaridad cada vez más real con los demás. En la pobreza de
espíritu se van integrando la mansedumbre, el sufrimiento, el deseo de justicia, la
misericordia, la pureza, la paz y la persecución a causa de Jesús. El corazón pobre
nos ayuda a recibir el consuelo de Dios y de los hermanos solidarios. Así, cuando
lloramos somos consolados, cuando tenemos hambre y sed de justicia somos
saciados con la ayuda de los demás. Nos hacemos misericordiosos y comprensivos
con los demás y experimentamos la misericordia infinita de Dios. Con un corazón
pobre, que se apoya en la bondad y fidelidad de Dios y es solidario con el prójimo,
experimentaremos que la felicidad que Cristo nos ofrece es una realidad en nuestra
vida de cada día. Camilo Maccise