“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido”
San Mateo 13, 44-46
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
“VENDER TODO LO QUE TENÍA” PARA “COMPRAR AQUEL CAMPO” EN EL QUE SE
ENCONTRABA SU “TESORO”.
En la parábola del hombre que encuentra el tesoro en el campo, parece que Jesús se describe
a sí mismo. El fue, verdaderamente, el hombre que descubrió algo que le llevó a «vender todo
lo que tenía» para adquirirlo.
De la lectura de los evangelios se desprende, en efecto, la figura de un Jesús profundamente
recogido y unificado en torno a un centro de atracción, que ha entregado todo lo que es, todas
sus energías y capacidades a algo que le ha fascinado. Jesús, para decirlo con una
comparación, no aparece como un «hombre-veleta», en constante cambio, sino como un
«hombre-roca», anclado tenazmente en un punto estable e inamovible que da sentido a su
vida.
Este centro de atracción, este punto firme e inamovible fue lo que él, con el lenguaje propio de
su tiempo, llamó «Reino de Dios». Dice, en efecto, el evangelio de Marcos al introducir el
comienzo de su actividad:
«Después que Juan fue arrestado, marchó Jesús a Galilea, proclamando la Buena Noticia de
Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo y está llegando el Reino de Dios. Convertíos y creed en
el Evangelio” (Mc 1,l4ss).
Jesús vivió con pasión esta «Buena Noticia» y anunció este «tesoro» que encontró en el
campo. A ella dedicó, con entusiasmo y generosidad incomparable, todo lo que era y todo lo
que tenía, hasta su propia vida, cuando llegó el momento de la entrega de sí mismo. Quería
que Dios, ese Dios al que invocaba tiernamente como «Abbá» (Mc 14,36), a pesar de todos los
usos contrarios de su pueblo, pudiera establecer su soberanía benévola sobre todos y cada
uno, pudiera ser verdaderamente rey en este mundo. Así habría desaparecido de él todo lo que
no permitía a sus hermanos y hermanas ser verdaderamente felices. Anhelaba, en definitiva,
que todos «tuvieran vida, y la tuvieran en abundancia» (Jn 10,10).
El suyo no era un anhelo puramente sentimental e ineficaz, sino que se traducía en una
actividad incontenible encaminada a la realización de aquello que anhelaba.
Podemos imaginar que, como se dice de Moisés en la primera lectura, también el rostro de
Jesús estuviera radiante, precisamente porque en él se transparentaba aquella alegría
irrefrenable que le había llevado a “vender todo lo que tenía” para «comprar aquel campo» en
el que se encontraba su «tesoro».
ORACION
¡Cómo quisiéramos ser como tú, Jesús! ¡Cómo quisiéramos que toda nuestra vida estuviera
recogida y concentrada en torno a ese centro que unificaba toda tu vida! Por desgracia,
nosotros nos dejamos seducir por muchas otras cosas que nos atraen. Estamos
constantemente sacudidos de aquí para allá como por las olas del mar. Nuestro corazón está
con frecuencia en otra parte, no allí donde se encuentra el tesoro que tú habías encontrado. No
buscamos siempre el Reino de Dios, no amamos de una manera suficiente la «vida
abundante» para todos.
Ayúdanos tú, Señor. Si, como hiciste un día con tus discípulos, nos miras a los ojos y nos
dices: «Sígueme», nos quedaremos fascinados por tu voz y por tu propuesta y te seguiremos.
Si nos lo dices una vez más, con vigor, seremos capaces de seguirte todavía y siempre. Y
también nuestro rostro estará radiante de alegría e iremos detrás de ti con valor, confiando sólo
en tu Palabra de vida, y nos dejaremos quemar en nuestro interior por el fuego de tu Espíritu y
de tu amor.