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EN CAMINO
Fiesta de la Ascensión, ciclo “A”.
- 1ra lect.: Hch 1, 1-11
- Sal 46, 2-3. 6-9
- 2da lect.: Ef 1, 17-23
- Evangelio: Mt 28,16-20
Por, Neptalí Díaz Villán CSsR.
Glorificado
El piloto y cosmonauta ruso Yuri Alexéievich Gagarin, primer ser humano que
viajó al espacio, el 12 de abril de 1961, a bordo de la nave Vostok 1, comentaba que no
había visto a Dios por ninguna parte durante su vuelo. Podemos pensar, erradamente, que
la ascensión de Jesús fue subir literalmente hacia el cielo, por la creencia de que Dios está
allá arriba en algún lugar, sentado en su trono rodeado de ángeles. Así nos lo han
mostrado las representaciones artísticas, las películas, muchas predicaciones fantasiosas y
la creencia popular.
Ubicándonos en el mundo antiguo, la ascensión era una forma narrativa de la época
para realzar el fin glorioso de un gran hombre. Dichas narraciones tenían el siguiente
esquema: 1) Se describe una escena con espectadores. 2) El personaje famoso dirige sus
últimas palabras al pueblo, a sus amigos o a sus discípulos. 3) Es arrebatado al cielo. La
narración de Lucas, no es la única. Tito Livio, historiador, presenta a Rómulo, primer rey
de Roma, ascendido en una nube y venerado posteriormente como dios. De igual manera
es presentada la ascensión de Heracles, Empédocles, Alejandro Magno y Apolonio de
Tiana. En la literatura bíblica encontramos a Elías (2Re 2,1-18), así como una breve
referencia a Henoc (Gen 5, 24).
Entonces ¿la narración de Lucas fue un invento y debemos archivarla? ¡No! Lo que
narró Lucas no fue una verdad histórica sino una verdad teológica. Con el relato de la
ascensión él quiso decir que Jesús había sido glorificado. La resurrección y la ascensión
son un mismo acontecimiento narrado en distintos tiempos y con distintos matices para
dar una enseñanza de manera pedagógica. Toda esa historia fantástica, propia del mundo
antiguo, quiere indicarnos que a Jesús, el condenado y asesinado en la cruz, Dios lo
resucitó, puso todo bajo sus pies y le dio la primicia absoluta, haciéndolo cabeza de la
Iglesia, como dice la segunda lectura. A ese hombre que no quiso ser Dios, que no quiso
ser rey y que comprendió que no había venido a este mundo para ser servido sino para
servir, Dios lo había exaltado como Señor de la nueva creación y cabeza de la nueva
humanidad.
En este sentido, el cielo no es un lugar al que iremos si nos portamos bien, sino una
situación en la que seremos transformados si nos abrimos a la gracia y al amor de Dios.
Con la ascensión no se dice que se haya anticipado a la ciencia moderna y hubiera
emprendido un viaje hacia el espacio. Él subió al cielo, quiere decir, que está en Dios,
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triunfante, glorificado. La nube que lo cubre no es un signo meteorológico, es el signo de
la presencia de Dios (Ex 25,15; 1Re 8,10; Mc 9,7).
¿Jesús ascendió y está sentado a la derecha de Dios? ¡Claro que sí! Está en Dios, en
la gloria del Padre porque cumplió a cabalidad su voluntad salvífica (Mc 16,19). Él está
allá, ahora nos toca a nosotros continuar su obra. Leemos este relato no sólo para
contemplarlo y menos para quedarnos en discusiones triviales, sino para animarnos
continuar su obra salvadora. Una y otra vez se ha repetido: éste es el tiempo de la Iglesia,
ahora es nuestro turno como discípulos y misioneros. Éste es el tiempo de la Iglesia. ¿Qué
hacen ahí parados mirando al cielo? le reclamaron los personajes a los apóstoles en
Galilea. ¿Qué hacemos como cristianos y como Iglesia ante los acontecimientos de nuestra
ciudad, de nuestro país, de nuestra aldea global? Cuidado con quedarnos parados mirando
al cielo, cuidado con convertir la iglesia, comunidad de amor, en una institución
anquilosada, anacrónica, cerrada a los signos de los tiempos y en pieza de museo. Cuidado
con convertir el Evangelio y su punzante aguijón en un analgésico.
Esto no es tarea fácil y nos podemos desviar de camino. Por eso, necesitamos el
espíritu de la sabiduría y la revelación, la luz en el corazón, la riqueza y el esplendor del
amor de Dios para conocer cada vez más sus caminos (Ef 1,17-18 – 2da lect.).
Y como no somos capaces por nuestras propias fuerzas, contamos nada menos que
con la fuerza de Dios. Se trata, como dice Pablo (Ef 1,19-21) del mismo poder y de la
misma fuerza que Él desplegó al resucitar a Cristo de entre los muertos y darle asiento a su
derecha en el cielo, por encima de todos los tronos y grandezas, poderes y autoridades, y
de todos los seres en este mundo o en el otro. Esa es una poderosa razón para mantener
viva la esperanza en la construcción de una humanidad nueva. Esa es una poderosa razón
para comprometernos como Iglesia en la Causa de Jesús.
En el Evangelio encontramos una teofanía (manifestación de Dios) del resucitado
en una montaña. Como la montaña de la tentación del poder (Mt 4,8), la montaña de las
bienaventuranzas (Mt 5,1ss), o la montaña de la transfiguración (Mt 17,1ss). La actitud de
los discípulos ante Jesús glorificado no fue la misma: unos se postraron, es decir, le
creyeron y pusieron toda su confianza en Él, y otros dudaron.
El mensaje del Evangelio es muy concreto y diciente: a Jesús, quien rechazó la
tentación del poder y llevó una vida pobre en el espíritu, le ha sido entregado todo poder
en el cielo y en la tierra. En medio de un mundo que exalta a los hombres exitosos sin
importar que estos hayan depuesto la dignidad de muchos seres humanos por exaltar sus
bajos instintos de poder, el Evangelio presenta como paradigma a Jesús muerto y
glorificado, el único que tiene verdadero poder en el cielo y en la tierra.
Inmediatamente viene el envío misionero de Jesús a sus discípulos en un monte de
la mal vista y despreciada Galilea de los gentiles. Él sabe para qué es la autoridad. El pleno
poder que Dios le ha dado a Jesús lo emplea no para vanagloriarse sino para enviar a sus
discípulos a todos los pueblos con una misión muy concreta: bautizarlos, es decir,
incorporarlos a una comunidad discipular, y enseñarles a guardar todo los que él ha
mandado. El envío misionero viene acompañado de una promesa muy alentadora: “ Yo
estoy siempre con ustedes hasta el fin de los tiempos.” (Mt 28,20). Él no nos prometió la
ausencia de problemas y la paz perpetua, es más, muchas veces insistió en la necesidad de
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asumir la cruz. Pero sí nos prometió su presencia hasta el fin de los tiempos, es decir,
hasta la victoria final, hasta que en Cristo todas las cosas lleguen a su plenitud.
Oración
Padre y Madre Dios, te bendecimos porque hoy de nuevo nos das la oportunidad
de abrirnos a ti con confianza. Te damos gracias porque nos permites abrazarte y dejarnos
abrazar por esa fuerza primigenia de amor, de ternura, de alegría y de esperanza, que nos
hará sentir hijos. Gracias por nuestra historia de salvación, por tu mano generosa que la
conduce y por tantos hermanos y hermanas con quienes compartimos cada día esta buena
noticia. Gracias especialmente por tu Hijo Jesucristo, el hermano mayor de nuestra familia,
a quien resucitaste de entre los muertos y está glorificado en ti.
Te pedimos que nos ayudes a vivir con la grandeza humana que vivió Jesús. A
asumir la misión que él nos ha encomendado: la continuación de su obra salvadora. Te
entregamos todo lo que vivimos hoy: nuestra realidad personal, familiar, comunitaria,
social, eclesial… todo lo ponemos en tus manos. Tú conoces nuestras inquietudes,
nuestros problemas, nuestros obstáculos, nuestros conflictos… tú conoces nuestros
sueños, nuestros ideales, nuestras ilusiones, nuestras alegrías, todo… Todo lo presentamos
con fe. Nos abrimos a esa gracia, a esa fuerza, a esa energía maravillosa que procede de ti,
ese poder, el mismo que desplegaste para resucitar a tu Hijo de entre los muertos y que
ahora lo despliegas a favor nuestro, los creyentes.
Ahora nos disponemos a trabajar con gozo por tu obra salvadora. Nos disponemos
a seguir con alegría tu plan de salvación, a vivir el bautismo, y a incorporar a otras
personas para que experimenten vida en nuestras comunidades. Cuenta con nosotros,
contamos contigo y con la presencia constante de Jesús nuestro hermano mayor y del
Espíritu, hasta el final de los tiempos, hasta la plenitud… amén.