EN CAMINO
Segundo Domingo del tiempo ordinario, ciclo “A”.
Por, Neptalí Díaz Villán CSsR.
- 1ra lect.: Is 49,3.5-6
- Sal 39, 2.4.7-10
- 2da lect.: 1Cor 1,1-3
- Evangelio: Jn 1,29-34
El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo
El Cuarto Evangelio, comúnmente llamado Evangelio según San Juan, fue
escrito por las comunidades del discípulo amado. En el fragmento que hoy leemos,
el Cuarto Evangelista pone en boca de Juan el Bautista una confesión de fe en Jesús:
“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.” Dicha confesión fue
proclamada después de una profunda experiencia de fe en la cual las comunidades
descubrieron en carne propia que Jesús transformaba radical y positivamente sus
vidas.
La figura del cordero estuvo presente desde los inicios del pueblo de Israel.
Muchos de los primeros pobladores que confluyeron en las montañas de Judea,
lugar donde se empezó a formar Israel como pueblo, fueron pastores nómadas. Por
eso mismo el cordero hizo parte de la tradición religiosa, enfatizado de manera
especial con acontecimiento del Éxodo, punto focal para toda la historia de
salvación. Según la tradición del Éxodo (cap. 12) los hijos de Israel esclavos en
Egipto compartieron un cordero por familias, antes de salir a la aventura libertaria
que los llevaría a la tierra prometida, conducidos por el dedo de Dios y fortalecidos
con su gracia.
La conmemoración de la cena pascual en la cual se comía el cordero tenía una
connotación muy profunda para el judío que creía en la acción de Dios en su
historia y esperaba verse libre de cualquier yugo. En el tiempo de Jesús se trataba del
yugo romano que los oprimía al igual que otrora lo había hecho el yugo egipcio.
Comer el cordero pascual hacía que el judío se llenara del Espíritu de Dios que
acompañó a sus antepasados en la larga travesía hasta llegar a la tierra prometida. En
la cena pascual se renovaba la alianza de Dios con su pueblo y se veían colmados
unos anhelos incontenibles de libertad. Por eso durante ese tiempo se daban muchas
revueltas contra el imperio, razón por la cual re reforzaba la seguridad con más
soldados en Jerusalén. El gobernador romano se trasladaba a la Torre Antonia, sitio
estratégico desde donde dirigía las operaciones antisubversivas.
El pecado es todo aquello que desintegra, esclaviza y hunde al ser humano.
Aquello que lo detiene en su crecimiento como persona y lo obliga a llevar una vida
rastrera y egoísta, llena de miedos y sufrimientos. Aquello que lo empuja a hacer el
mal, a destruir la vida o a ser indiferente ante el sufrimiento de su prójimo. En las
estructuras de un pueblo encontramos lo que llamamos el pecado social: injusticia,
corrupción administrativa, manipulación del poder, favoritismos, nepotismo,
totalitarismos, falsedad de promesas electorales, alianzas espurias, inercia interesada,
sumisión de gobiernos y de políticos a los que manipulan los destinos del mundo y
toda esa gama de lepras que sufrimos en nuestro mundo post-moderno
desencantado de los temas sociales y políticos. Es lo que hace que la vida se vea
carente de sentido, dominada por un halo de oscuridad, sufrimiento e infelicidad.
Que imperen el conformismo, el aburrimiento, la mediocridad y la desesperanza.
Todo eso entra en la categoría “pecado del mundo” , del que habla el Evangelio de hoy.
Toda la vida de Jesús fue una continua entrega a la causa de una humanidad
nueva: decente, justa, libre, alegre y plenamente bienaventurada. Es decir que
compartiendo con su gente, su historia, su vida cotidiana, sus dolores, sus anhelos,
Él despertó las esperanzas, hizo crecer en sus corazones la semilla del amor y
alimentó las ganas de luchar por una vida digna de ser vivida. De esta manera fue
que se opuso y quit “el pecado del mundo”. Eso no significa que a partir del
encuentro con Jesús como por arte de magia se hubieran solucionado todos los
problemas. Significa que ya no era “el pecado” y todo lo que ello significa, el que
dominaba su frágil existencia, pues comprendieron que ellos valían y que se podía
vivir de otra manera, que tenían derechos y los harían valer. Y que quien apoyaba
esa causa era nada menos que el mismo Dios que los había liberado de Egipto, el
mismo Dios que les había hecho retornar desde Babilonia, después de 49 años de
destierro.
Por vivir entregado a su causa, que él llamó el Reino de Dios, chocó con los
intereses mezquinos de quienes eran “libres” de hacer con el pueblo lo que les daba
la gana, pero vivían esclavizados de su rastrero egoísmo e infelicidad personal. Por
vivir como vivió y por dar testimonio del amor misericordioso de Dios para toda la
humanidad, por conocer y testimoniar a un Dios cercano, amigo, compañero y
liberador del pecado en sus múltiples manifestaciones, los poderosos lo asesinaron.
Y lo hicieron en nombre de Dios; de un dios cruel y homicida creado a su imagen y
semejanza. Y él pagó con su vida el atrevimiento de buscar una humanidad nueva.
Todo aquel que le comunique amor a una persona dominada por el odio corre el
riesgo de sufrir una decepción. Todo aquel que trabaje por la justicia y por los
derechos de todas las personas en un pueblo estructuralmente injusto e irrespetuoso
de la humanidad, pone en peligro su vida.
Por eso, el Cuarto Evangelista presenta a Jesús como el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo y hace coincidir su muerte con el día y la hora en la que
se sacrifica el Cordero Pascual. Para la comunidad del discípulo amado, Jesús es el
nuevo Cordero Pascual, es decir, aquel que entrega su vida para dar vida al pueblo y
hacer posible la instauración del Reino de Dios.
Vale la pena aclarar que cuando se dice “entrega su vida”, no significa que se
hubiera inmolado como tal, que se hubiera entregado para que lo mataran y así
pagar un rescate a alguien sediento de venganza. Eso es contrario al proyecto de
Jesús. Jesús entrega su vida comprometiéndose en la defensa y la dignificación de la
humanidad. Él vence el egoísmo, se descentra y se vuelca hacia los demás para dar
lo mejor de sí, todo el amor, toda la riqueza de su propia humanidad y la que ha
recibido de Dios su Padre con quien vive en profunda comunión. Se entrega, se da,
se involucra, anuncia, denuncia, se arriesga. Y no obstante el peligro que corre su
vida, sigue con su causa, con su entrega, con su lucha, porque su lucha no es su
lucha, su causa no es su causa, es la causa de Dios, es la causa de la humanidad; y
por eso la lleva hasta el final, hasta el último suspiro, hasta entregar el espíritu a
aquel que tiene el poder para continuar su proyecto hasta la plenitud.
Por eso el Cuarto Evangelista afirma que Él es camino, la verdad y la vida, la
fuerza para caminar y la meta a llegar. De manera que para rendirle culto a Dios y
renovar la alianza con Él ya no es necesario sacrificar el cordero, sino seguir a Jesús,
trabajar por su causa y entregar la vida totalmente al servicio de una humanidad
nueva, tal como Él lo hizo. Esto supone un giro radical en la vivencia del ser
humano con Dios. Reconocer a Jesús como “el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo” sugiere dejar atrás muchas prácticas religiosas que tuvieron
sentido en una época pero que la novedad de Cristo las supera.
En el relato de Jesús con la Samaritana Él le dice que los nuevos adoradores lo
harán, no necesariamente en monte Garisín o en templo de Jerusalén, sino en
espíritu y en verdad (Jn 4,23s). Confesar que Jesús es el Cordero de Dios que quita
el pecado del mundo y participar en su Cena, comida eucarística en la cual se hace
memoria de su entrega, es decirle sí a Jesús y a su propuesta de salvación. Participar
de su Comida Pascual implica una apertura total a su Espíritu y un sí definitivo a
luchar por su Causa hasta conseguir su victoria sobre el pecado personal y social.
Recordemos que en cada Eucaristía el presidente de la celebración levanta las
especias consagradas y dice: “Éste es Jesucristo el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo”. Y todos repetimos: “Seor, no soy digno de que entres en mi
casa, pero una palabra tuya, bastará para sanarme”, para recordar también la gran fe
del centurin romano… (Mt 8,5-17).
Ojalá nos detengamos a pensar un poco en esto cuando participamos de la
Cena del Señor, escuchamos y reflexionemos sobres estas palabras y no pasemos de
largo como espectadores despistados. ¿Reconocemos en nuestra propia vida y le
mostramos al mundo que Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo? ¿Soy consciente del pecado que hay en mí y lo estoy superando con la
ayuda de Jesús? ¿Conozco el pecado social que hay nuestro mundo y doy mi aporte
como ciudadano y como seguidor de Jesús para que la situación mejore?
Oración
Jesús, hoy te reconocemos como el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo, como el Hijo del Padre, el continuador de su Proyecto salvador. Te
bendecimos y te damos gracias por toda tu entrega, porque nos diste lo más valioso:
tu misma vida, tu Palabra, tu testimonio de amor. Porque con tu vida nos enseñaste
a vivir con autenticidad, con entera libertad, con fe, con esperanza, con ilusión, con
pasión, con intensidad.
Por eso queremos vivir siempre en comunión contigo. Por eso queremos
asumir tu mismo proyecto, tu misma causa y con la misma fuerza espiritual que te
acompañó para realizar bien tu misión salvadora. Nos abrimos a tu gracia para
formar parte conciente e integralmente de la Iglesia, de una Iglesia comprometida y
santificada en ti, en comunión con todos los que invocan tu nombre y te reconocen
como Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Reconocemos que el pecado habita en nosotros. Reconocemos que a nivel
personal, familiar, comunitaria y socialmente hay muchas cosas, ideas, vivencias,
sentimientos, pensamientos, impulsos, corrientes, fuerzas… que nos detienen, que
nos esclavizan, que nos hacen sufrir. Pero creemos firmemente que ellas no podrán
dominar nuestra vida porque tú estás con nosotros. Porque tú vives y nos haces
vivir. Por eso nos abrimos a la gracia de tu Espíritu para combatir todas estas
fuerzas negativas, para vernos libres y para asumir nuestra vida a tu estilo. Creemos
en ti, creemos en tu amor misericordioso y en tu poder para vencer el pecado.
Creemos en ti, en tu amor, en tu camino salvador, en tu luz y la fuerza que nos das
para vivir en auténtica libertad y felicidad. Creemos que la salvación está en ti, que
vives y comunicas la vida, por los siglos de los siglos. Amén.