El Tiempo Ordinario.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
El misterio del Señor, que tiene su fundamento en la Pascua, llena todos los días de
la historia de la Iglesia, «hasta que Él vuelva» (cf. 1Cor 11,26). Con la encarnación
del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo. Y con su glorificación, Cristo
introdujo al hombre temporal en la eternidad de Dios. Una vez que vino a nuestro
encuentro, ya no se ha alejado de nosotros. La muerte de Cristo acabó con una
forma de presencia, pero su resurrección y el don del Espíritu inauguraron otra, no
menos real. Esto lleva a Benedicto XVI a afirmar que «Él permanece en la trama de
la historia humana, está cerca de cada uno de nosotros y guía nuestro camino
cristiano […] Podemos escuchar, ver y tocar al Señor Jesús en la Iglesia,
especialmente mediante la Palabra y los sacramentos» ( Regina coeli , 16-05-2010).
La Iglesia distribuye a lo largo del año litúrgico el anuncio de la Palabra de Dios y la
celebración de los sacramentos, plenamente consciente de que sus celebraciones
no son solo recuerdo de acontecimientos salvíficos ocurridos en el pasado. Ni
tampoco son solo promesa de gloriosas realidades futuras. En la liturgia, se hacen
presentes el pasado y el futuro. Las celebraciones de la Iglesia son memoriales ; es
decir, que al mismo tiempo recuerdan acontecimientos
pasados, prometen realidades futuras y actualizan sacramentalmente lo que
celebran.
Cada uno de los tiempos «fuertes» (Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua)
presenta unas características propias, muy claras: la esperanza en el regreso del
Señor al final de los tiempos, para llevar su obra a plenitud, su encarnación, pasión,
muerte y resurrección, culminada en el don del Espíritu. Esos tiempos litúrgicos
llenan aproximadamente un tercio del año civil. Las semanas restantes son
llamadas « Tempus per annum » en los documentos latinos, traducido en los
españoles por «Tiempo Ordinario». La Iglesia las presenta así: «Además de los
tiempos que tienen un carácter propio, quedan 33 ó 34 semanas en el curso del
año, en las cuales no se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo; sino
más bien se recuerda el mismo misterio de Cristo en su plenitud, principalmente los
domingos. Este período de tiempo recibe el nombre de Tiempo Ordinario […]
Comienza el lunes que sigue al domingo posterior al 6 de enero y se extiende hasta
el martes antes de Cuaresma inclusive; de nuevo comienza el lunes después del
domingo de Pentecostés y termina antes de las primeras Vísperas del domingo I de
Adviento» (Nualc 43-44).
Ya los antiguos sacramentarios recogían formularios para la celebración de la
Eucaristía en los domingos que no caían dentro de los ciclos de la manifestación del
Señor o de su pasión-glorificación. Con el pasar del tiempo, estos formularios se
hicieron innecesarios, porque las memorias de los Santos y las celebraciones en
sufragio de los difuntos fueron llenando todos los días del año.
La reforma litúrgica reorganizó completamente el Tiempo Ordinario, en el que se
unificaron los antiguos tiempos de después de Epifanía y de después de
Pentecostés, y al que también se incorporó el anterior tiempo de Septuagésima. La
actual estructura del Tiempo Ordinario ofrece una gran riqueza de contenidos
escriturísticos y teológicos. Los libros litúrgicos postconciliares establecen con
claridad las características de este tiempo, en el que destacan algunas novedades
respecto a épocas anteriores:
1. Los nuevos leccionarios (con su triple ciclo dominical y su doble ciclo ferial,
anteriormente inexistentes). Con ellos se da respuesta a la petición del Vaticano II:
«A fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para
los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un
período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la
Sagrada Escritura» (SC 51).
2. La nueva serie de prefacios (antes de la reforma, en las pocas ocasiones que no
se celebraba la memoria de algún Santo, los domingos se repetía siempre el
prefacio de la Santísima Trinidad y los días feriales un único prefacio común. Hoy
disponemos de 10 dominicales y 9 feriales para el Tiempo Ordinario).
3. Los formularios de antífonas y oraciones (Además de las misas dominicales y de
las votivas, se propone una rica serie de misas para diversas intenciones, con
fórmulas de oración por la Iglesia, sus ministros, sus fieles y por su misión
evangelizadora, así como por la sociedad civil y sus diversas necesidades).
Las normas universales del año litúrgico afirman que, en el Tiempo Ordinario, «no
se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo; sino más bien se recuerda
el mismo misterio de Cristo en su plenitud». Por lo tanto, el Tiempo Ordinario no
celebra acontecimientos relacionados con Cristo, sino a Cristo mismo, que se hace
presente cuando se reúnen los creyentes en su nombre, cumpliendo sus promesas:
«Cuando dos o más se reúnen en mi nombre, yo estoy en medio de ellos» (Mt
18,20) y «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
La contemplación de las distintas etapas de la vida de Cristo, tal como se realiza en
los otros tiempos del año litúrgico, tiene un profundo sentido pedagógico. La
celebración de sus «misterios» ayuda a conocerle mejor y a descubrir la insondable
riqueza presente en cada uno de ellos. Pero no podemos olvidar la profunda
relación entre todos, que son la realización histórica del eterno proyecto salvador
de Dios, que alcanza su plenitud en la Pascua. Al evocar algunos acontecimientos
de la historia de Cristo, tampoco podemos caer en el error de pensar que es un
personaje del pasado. El Tiempo Ordinario subraya que Él está vivo y se hace
presente para ofrecer su salvación a cada hombre, en todo tiempo y lugar,
invitando a acogerle y a seguirle en la vida concreta.
Esta idea ya la encontramos en la primera oración del año litúrgico, que dice así:
«Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, viene Dios, nuestro Salvador». No
está escrita en tiempo pasado (Dios «vino») ni en futuro (Dios «vendrá»), sino al
presente (Dios «viene»). Y viene como Salvador, para hacernos partícipes de su
misma vida. Esto sucede, de manera privilegiada, en la liturgia. Consciente de ello,
la Iglesia, «al conmemorar los misterios de la redención, abre la riqueza de las
virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto
modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la
gracia de la salvación» (SC 102).
La Iglesia hace presente el misterio de Cristo en la liturgia por medio de la lectura
de la Sagrada Escritura y la celebración de los sacramentos, especialmente la
Eucaristía dominical.