LA AUSENCIA DE DIOS
(DOMINGO XX T.O. Ciclo A)
14 agosto 2005
"En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces, una
mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten
compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo. Él no le
respondió nada. Entonces, los discípulos se le acercaron a decirle: Atiéndela, que
viene detrás gritando. Él les contestó: Sólo me han enviado a las ovejas
descarriadas de Israel... Ella repuso: Tienes razón, Señor; pero también los perros
se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. Jesús le respondió: Mujer,
qué grande es tu fe: que se cumpla como lo deseas..." (Mt 15,21-28)
Quizás nos quedemos en lo que externamente aparece en este hecho que nos narra
el Evangelio: una madre, lógicamente, interesada por solucionar la necesidad de su
hija. Hasta ahí, todo es de lo más normal. ¡Qué no haría una madre por un hijo!
Y, sin embargo, me atrevo a decir que eso no es lo que harían las madres de
nuestro tiempo. Me explico. Salvo raras y tristísimas excepciones, acudirían donde
fuera necesario. Pero, ¿acudirían a Dios? La mujer del Evangelio se hace pedigüeña
ante Jesús. Ya sé: me vais a decir que era la única solución que tenía a mano, tal
vez después de recorrer inútilmente otras posibilidades. Pero eso es verdad a
medias. Porque Jesús alaba su fe. Lo que significa que las motivaciones de la madre
no eran simplemente materiales e interesadas, sino que había descubierto en Jesús
ese algo más que sólo se descubre por la fe.
Y, ahora, sí vale la pregunta: Las madres de hoy, ¿acudirían -acuden- a Dios -a
Jesús- para solucionar las necesidades vitales de sus hijos? Se nos están acabando
las madres con una concepción religiosa de la vida. Tenemos una generación que
ya no considera vitales los valores religiosos. Y muchas de nuestras familias no
apoyan su proyecto de vida, como familia, ni como padres ni como hijos, en el
Evangelio. Nuestra cultura está marcada por "la ausencia de Dios", cuyas huellas se
han difuminado en nuestro entorno. No hay experiencia creyente. No es que Dios
sea rechazado, simplemente es colocado, con todo respeto, aparte. De modo que
un número considerable de nuestros contemporáneos no ha sido afectado lo más
mínimo por la experiencia religiosa. Así, vemos que es cada día más amplia la
distancia entre las experiencias humana y cristiana. Y esto, de alguna manera,
afecta incluso a los que se siguen considerando cristianos. Y por eso no acaban de
armonizar bien su profesión, su familia, sus relaciones sociales y de ocio con la
experiencia cristiana, que termina por no prender con fuerza en el conjunto de su
experiencia vital.
Urge, por tanto, recobrar este aspecto, que es básico y determinante para toda
nuestra vida, y para nuestra cultura. Ya que hablamos de la familia, deberíamos
empeñarnos en hacerla vivir con Dios al fondo de todo su proyecto. Entre otras
cosas, porque la familia tiene unas dimensiones que ayudan a comprender y vivir
en religioso: es una experiencia amorosa (con todo lo que supone de inefable y
desbordante, que va más allá del amor de los esposos). Es una experiencia única
de gratuidad (más que creadores -que lo son-, son receptores agraciados). Es una
experiencia que instala en la admiración (sobrecoge contemplar en los propios
brazos una nueva vida). Es una experiencia de entrega generosa y sin límites (se
trata de dar la propia vida). Es una experiencia de pobreza (se palpa diariamente
que el proyecto de una vida se nos escapa de las manos, aunque podamos influir
en él). Es una experiencia espiritual (se descubre que los valores principales no
están en lo material sino en la bondad, la honradez, la generosidad...)
Todo eso, lo descubrimos y encontramos de manera privilegiada y única en Dios.
Mientras tengamos familias que consideren innecesaria -para ellos y para sus hijos-
la relación con Dios, estaremos educando a medias y sin fundamento sólido. Habrá
que trabajar por que los padres de nuestro tiempo sepan acudir -como lo más
natural- a Dios y sepan ponerlo en el centro de sus hogares y de la vida de sus
hijos.
Miguel Esparza Fernández