UNA MUJER JUEGA A LAS VENCIDAS CON CRISTO Y LO VENCE.
DOMINGO 20 ORDINARIO 011 A
Visto desde el espacio, nuestro planeta tierra no presenta ninguna división, con
excepción quizá de la Muralla China pues fue creado para todos los hombres. Pero
cuando desciendes y comienzas a mezclarte entre los hombres, te das cuenta de
las divisiones absurdas que ellos se imponen: el color de la piel, el idioma, su
situación económica y política, su sexo, imponiendo serias limitaciones a la mujer, y
lo que es increíble, la propia religión es motivo de división. Hubo un pueblo muy
religioso, pero tan religioso, que sentían a los demás como enemigos e incluso se
atrevían a calificar a los que no pertenecían a su raza, como perros, una
denominación demasiado dura tratándose de otros hombres. Sin embargo, su
religión no era tan grande como para amar a todos los hombres. A ese pueblo, el
hebreo, el judío, el israelita, perteneció Jesús. Y aunque compartía las tradiciones
religiosas de su pueblo, sus costumbres ancestrales y su riquísima oración, no
compartía definitivamente la idea de un pueblo superior a todos los otros pueblos
con los cuales no compartirían los dones divinos y la preferencia que Dios les había
mostrado. Esto le costó a Cristo muchos dolores de cabeza y la animadversión de la
religión oficial o mejor de los dirigentes religiosos de su pueblo que se habían hecho
odiosos, pues siendo representantes del templo, se habían convertido en
terratenientes y los poseedores de toda la riqueza material del pueblo.
La ocasión de mostrar la universalidad de la salvación del Buen Padre Dios, ocurrió
precisamente fuera del territorio de Israel, cerca de Tiro y Sidón. Una mujer, que
era extranjera y para colmo cananea, o sea fenicia y por lo tanto pagana, se acercó
con gran atrevimiento suyo para pedir la curación de su hija que estaba enferma.
Sólo una mujer que sabe que está ante la única posibilidad de curación para su
hija, gritaría como aquella mujer. Cristo callaba. Y más bien los apóstoles le
hicieron notar su presencia a Jesús, y le pidieron que la atendiera, pues era
denigrante para ellos llevar consigo una mujer detrás de ellos y gritando. Sin
embargo, es a ellos, no a la mujer, a quienes Cristo les indica que él había sido
enviado sólo a socorrer a los hijos descarriados de Israel. Pero la mujer no se
arredró, como no se arredró María la Madre del Señor cuando pidió auxilio en las
bodas de Caná para los jóvenes esposos en apuros.
Ni los apóstoles ni todos los demonios juntos que atormentaban a su hija, pudieron
impedir que ella se acercara a Jesús y postrada pidiera nuevamente la salud para
su hija. Jesús respondió entonces con una palabra que a nosotros nos parece
durísima y que nos hace pensar que no es el mismo Cristo que estaba siempre
atento a socorrer a las gentes: “No está bien quitarles el pan a los hijos para
echárselo a los perros”. Era un juego que se había iniciado entre Cristo y la mujer.
Ella acept el reto, tom la pelota y respondi firmemente: “Es cierto, Seor, pero
los perros también comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Esto fue
lo que desarmó a Cristo que se mostró cien por ciento partidario de la mujer, pues
ella había mostrado su fe en su persona, en su poder, su perseverancia, su amor a
toda costa y de paso les daba una gran lección a sus apóstoles y se deslindaba para
siempre de los dirigentes religiosos de su pueblo que le impedían tratar a una
mujer, extranjera y pagana, y complacerla en su petición, para mostrarse como el
Salvador de todos los hombres: “¡Mujer, que grande es tu fe! Que se cumpla lo que
deseas”. Y en ese momento su hija qued curada para siempre y ella se mostró
como fiel seguidora de Cristo Jesús, seguidora suya en tierra de paganos.
Si Cristo no lo hizo, que a nosotros no se nos ocurra considerar a otros que no
tienen nuestra misma fe, como enemigos y adversarios. Somos hijos del único Dios,
Padre de todos los hombres y hermanos del único Salvador, Cristo Jesús.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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