"MUJER, QUE GRANDE ES TU FE, QUE SE CUMPLA TU DESEO" (Mt. 15, 28)
Las lecturas de la liturgia de hoy nos llevan a contemplar la actitud de Dios frente a los
extranjeros que no conocen la Ley ni la practican, pero que tienen una actitud de apertura a las
cosas de Dios. Es tan grande el amor de Dios y tan inmensa su misericordia, que por boca del
profeta Isaías (Is. 56, 1.6-7) Dios asegura su benevolencia a cualquier extranjero que venga a
Él y le sirva. Su mensaje no va solamente dirigido a Israel, sino que va más allá de este pueblo
elegido y sacerdotal y llega a todo aquel que se sienta atraído por él y lo sirva cumpliendo su
Ley. “Los traeré a mi Monte Santo los alegraré en mi casa de oración y así la llamarán todos
los pueblos” (Ib. 7). A la salvación están llamados todos los pueblos y hombres de la tierra.
Dios eligiendo a Israel como pueblo suyo, le dio un puesto privilegiado en la historia de la
salvación. A este pueblo le serían reservadas las primicias de los dones salvíficos, pero
llegando a la madurez de los tiempos, todos los pueblos serían llamados a la salvación. Tanto
el Antiguo como el Nuevo Testamento nos muestran este designio de salvación universal por
parte del Altísimo.
Es por esto que la “Palabra” no puede encerrarse en núcleos privilegiados, sino que está
dirigida a todos los hombres de la tierra. La acción salvífica está ordenada a todos los hombres
y busca todos los caminos para conducirlos a la fe. Dios busca celosamente la conversión de
los gentiles y lo hace con la esperanza de salvar y despertar la fe en ellos. Los paganos, los
que no creen, los que están alejados de su Ley son objeto de la misericordia de Dios. Incluso
así también serán acogidos los judíos que rechazaron el Evangelio y que si se arrepienten
también serán objeto de la misericordia de Dios. Por eso es que nada, ni el rechazo ni el
pecado del pueblo elegido, ni siquiera el de los paganos que llega hasta la perversión, llega a
destruir el plan de salvación universal querido por Dios.
En el Evangelio (Mt.15, 21-28), la mujer cananea, que vivía alejada del plan de Dios, sin
embargo es misteriosamente acercada a Jesús por la acción divina. “Ten compasión de mí,
Señor, Hijo de David”, grita la mujer esperanzada en el poder de Jesús. Ella pide, suplica,
intercede y espera sin desanimarse que Jesús libre a su hija del demonio que la atormenta. El
hecho de que la mujer pagana llame a Jesús “Hijo de David”, título mesiánico que ni los judíos
le reconocían, muestra esta acción misteriosa de Dios y su gracia en todos los hombres de la
tierra. El diálogo entre la mujer extranjera y Jesús es interesante, ya que Jesús le dice que Él
ha sido enviado a las ovejas de Israel, y aún más, le dice que “no está bien echar a los perros
el pan de los hijos” (Ib. 26). A lo que la mujer le responde: “Tienes razn Seor, pero también
los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Es entonces cuando el Señor
deja desbordar la misericordia de su corazón: “mujer qué grande es tu fe, que se cumpla lo que
deseas” (Ib. 27). El reconocimiento de Dios en la fe es lo que nos hace obtener la misericordia
de Dios. Es por eso que todos los pueblos y los hombres de la tierra estamos llamados a la fe
en Dios, a la aceptación de Jesucristo como el Hijo de Dios y Señor de la historia, como Aquel
que nos salva y nos da vida y dándonos vida nos hace participes de la eternidad. Que nadie se
sienta excluido del mensaje salvador del Señor ni ajeno a su llamado. Todos estamos llamados
a ser hijos en el Hijo y a participar de la vida con una esperanza nueva en un corazón nuevo.
Que María nos conduzca a la fe en Jesús, el Señor de la Vida y el Señor de la misericordia.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú