“Mujer, ¡qué grande es tu fe”
Mt 15, 21-28
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
INSERTARSE COMO MIEMBRO VIVO EN EL CUERPO DE CRISTO.
Con el episodio de la cananea, la Iglesia de los orígenes afrontaba una cuestión de
capital importancia, y no menos decisiva para la Iglesia de hoy: la salvación del que
todavía no ha sido alcanzado por el Evangelio de Jesús. La intervención de la mujer
se puede formular de la siguiente manera: «La salvación pasa por el reconocimiento
del mesianismo y el señorío de Cristo». El mismo Mateo nos enseña en el gran
cuadro del juicio universal (c. 25) que tal reconocimiento puede ser implícito, ya que
está más ligado al amor al prójimo que a la pertenencia formal a la Iglesia. Con eso se
salvaguarda la unicidad de la salvación, que tiene en Cristo muerto y resucitado a su
artífice, y, al mismo tiempo, la apertura universal a los dones divinos.
Tal apertura ya fue anunciada proféticamente para la era mesiánica: ver el Templo de
Dios abierto a toda la gente. Este «nuevo templo» es la humanidad misma de Cristo,
como recordará la Carta a los Hebreos, donde habita la divinidad, de modo que cada
hombre que ore puede considerarse, según Pablo, «templo de Dios», llamado a
insertarse como miembro vivo en el cuerpo de Cristo.
Toda la familia humana tiene cabida en el misterio divino que comporta la
recapitulación de cada criatura en Jesucristo, el Señor. Así lo enseña el Concilio
Vaticano II:
«Una sola es la vocación última de todos los hombres, es decir, la vocación divina. En
consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de
que, de un modo que sólo Dios conoce, se asocien a su misterio pascual» (Concilio
Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual,
n. 22, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 41976, 289-291).
ORACION
Señor Jesucristo, hijo de David, acoge nuestra súplica. Aunque no venimos de tierras
paganas sometidas por el maligno, siempre somos ovejas extraviadas de tu rebaño.
En nuestros corazones pende un pasado de idolatría e infidelidad. Ciertamente, no
somos dignos de sentarnos a la mesa de los hijos, pero una migaja de tu pan celeste
puede redimirnos de nuestras perversiones y proporcionarnos el don de la salvación.
Suscita en nosotros una «fe grande», como la de la cananea, de modo que podamos
testimoniar entre los hombres los prodigios de tu amor.