XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Pautas para la homilias
"¿Quién dice la gente que soy yo?"
Jesús es más que un profeta, que un sabio o un poderoso de nuestro tiempo
El texto evangélico de este domingo constituye uno de los núcleos fundamentales
del evangelio de Mateo, en el cual se intenta responder a las reacciones generadas
por la gente, ante las palabras y actuaciones de Jesús, las cuales escondían tras de
sí revelaciones sobre su persona, que de una forma progresiva y pedagógica,
ayudaban a ir descubriendo su propia identidad, ocasionando aptitudes de oposición
y rechazo por parte de autoridades y gente del pueblo. En cambio, para otros,
Jesús aparecía como uno de los grandes profetas de Israel, como nos lo manifiestan
las confesiones de algunos personajes evangélicos, tales como la mujer samaritana,
el ciego de nacimiento, los discípulos de Emaús y el mismo Jesús, ante su vuelta a
Jerusalén. Por eso, frente a la pregunta que Jesús dirigió a sus discípulos: “¿quién
dice la gente que soy yo?”, ellos respondieron: “unos, que Juan el Bautista; otros,
que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas”, indicando a través de cada
una de estas figuras una forma específica de interpretar la identidad y la misión del
Maestro.
Pero Jesús no fue sólo un profeta poderoso en obras y palabras, que habló en
nombre de Dios, que invitó a la conversión, que denunció el modo erróneo de vivir
la religión y que incluso se enfrentó a los dirigentes del pueblo, tal y como afirman
también hoy, de una forma indirecta, aquellos hombres y mujeres del s. XXI, que lo
consideran como un hombre excepcional en bondad y doctrina, pero no van más
allá. Tampoco es el Jesús que presentan aquellos estudiosos, que reconocen su
valía moral y su influjo en la humanidad, comparándolo a grandes personajes de la
historia. Jesús es el Mesías (Mc 8, 29), el Mesías de Dios (Lc 9, 20), el Santo de
Dios (Jn 6, 69) y el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16), tal y como hoy escuchamos de
labios de Simón.
Jesús nos va revelando su identidad a través de un juego de preguntas y
respuestas
Esta proclamación de Simón acaeció en la región de Cesárea de Filipo, en un
momento decisivo para Jesús, cuando tras su predicación en Galilea, se dirigió a
Jerusalén para cumplir su misión salvífica, que le llevaría a la muerte en la cruz.
Dicha confesión adquiere la condición de cimiento sólido, sobre el cual se levanta la
Iglesia, fuerte ante la destrucción y la muerte, y donde cada uno de los creyentes
estamos llamados a expresar lo que está escondido en nuestra mente y nuestro
corazón, como procedente de la revelación que Dios ha depositado en nuestro
interior, por medio de la fe. De este modo, estamos llamados, desde nuestra
racionalidad y libertad, a vivir la fe como la respuesta a la Palabra del Dios vivo, a
través de un proceso determinado por el darse de Dios al hombre, la llamada a dar
una respuesta y la respuesta del hombre, que dará forma a toda su vida.
Jesús nos va revelando su propia esencia de una forma continuada en el tiempo, tal
y como lo hizo con aquellos enfermos y sanos, ricos y pobres, pescadores y
recaudadores de impuestos, pecadores públicos y autoridades religiosas, la gente
sencilla del pueblo y las autoridades políticas de la Palestina de su época. En efecto,
hoy podemos acercarnos al Dios encarnado a través de las Sagradas Escrituras, de
la Iglesia, de la tradición apostólica, del regalo de nuestra propia vida y de la de los
demás, porque no es sólo el hombre el que sale al encuentro de Dios, sino que es
Dios mismo quien viene a nuestro encuentro a través de su propio Hijo, de su
Palabra y de todo lo creado.
Pero para ello es preciso pasar por la dialéctica de las preguntas y respuestas y por
el vaivén entre las dificultades para creer y una progresiva maduración de la fe.
Como nos recuerda la Carta a los Romanos, este ir y venir está presente
continuamente en el ser humano, tal y como nos lo manifiestan los ejemplos del
pueblo judío, quien fue el primero en obedecer, pero acabó desobedeciendo y de los
paganos, que empezaron por desobedecer, pero terminaron obedeciendo y más
tarde el ejemplo de aquel hijo del que nos hablaría el evangelista Mateo, que se
negó a ir a trabajar a la viña de su padre, pero luego acabó yendo, frente a aquel
otro, que prometió que iría y acabó por no ir (Mt 21, 28-32). En esta Carta paulina
se nos narra cómo Dios conducirá a Israel a la salvación prometida, por unos
caminos inescrutables, mostrando así que el misterio de la salvación supera a toda
sabiduría humana. La clave de todo está en la grandeza de Dios, quien es un
misterio insondable, que nos sobrepasa y nos penetra, pero sobre todo en su
misericordia, que permite a cada hombre pasar por el pecado, brindándole así una
oportunidad para experimentar su propia fragilidad y abrirse a la gracia del amor
divino.
También hoy creer en Jesús puede conducirnos al angosto camino del martirio de
quien es llamado a ir a vecescontra corriente para seguirlo a dondequiera que vaya,
a través de una fidelidad vivida en las situaciones de cada día, que cuenta con las
dificultades del camino, pero también con la gracia de Dios y que nos invita a
transformar la vida no en el mero hecho existir, sino de existir creando,
aprendiendo a gozar y a sufrir y a reposar, sin dejar de soñar.
Pedro logró penetrar en el verdadero ser de Jesús y descubrir en Él no sólo al
Enviado, al que el pueblo esperaba con ansia, sino también al Hijo del Dios de la
vida y no del Dios de la condenación (Juan el Bautista), de la intransigencia (Elías)
o de la destrucción (Jeremías). Es a Él a quien busca el ser humano, cuando movido
por su sed de radicalidad, no quiere dejarse llevar del conformismo ni de la
mediocridad y cuando se compromete a mejorarse a sí mismo y a la sociedad,
convirtiéndose en una palabra para el mundo, que más allá de transmitir mera
información, entrega a aquel que la pronuncia. Pero ¿quién es Jesús para mí? ¿Sólo
un hombre de Dios? ¿Un Dios distante, un juez castigador…? ¿Qué imagen de Dios
doy a los demás, de qué Dios hablo con mis palabras, con mi vida y mis proyectos?
¿Vivo mi fe en Jesús de una forma aislada o comunitaria? Preguntas todas ellas
cuya respuesta define a nuestra propia vida y esconde la vida de los demás.
Jesús revela su propia identidad en medio de la comunidad eclesial
Esta fe en Jesús va unida a la Iglesia, tal y como nos lo manifiesta la donación de
las llaves del Reino a Pedro, hecho que nos recuerda a la Primera lectura. Ésta nos
narra una escena sucedida en torno al año 700 a. C., época en la que el reino de
Judá se hallaba comprometido políticamente por Egipto y Asiria, las dos grandes
potencias de la época. Aunque el rey Ezequías, confiaba más en Dios que en las
alianzas e intrigas con los pueblos vecinos, en Jerusalén existía un partido que
apoyaba la sublevación contra las potencias dominantes, entre cuyos militantes se
encontraba su mayordomo Sobna, quien se había construido un palacio excavado
en la roca y paseaba en su carroza, como si fuera un rey.
En el ambiente veterotestamentario los poderes de administrar el tesoro del palacio
real y de mediar el acceso del pueblo ante el rey, se conferían simbólicamente con
la entrega de las llaves del palacio. Dichos poderes fueron concedidos al nuevo
mayordomo Eliaquín, quien llamado a ser firme, como la estaca en la que se ata el
tirante que sostiene la tienda de campaña, habría de ser el representante del
palacio real de cara al pueblo. Pero el profeta Isaías lo comparará más tarde con un
clavo, del que cuelgan tantos cacharros, que acabará por caerse con todos, por su
despotismo.
En realidad el texto adquiere una lectura mesiánica: sólo el Mesías podrá
desarrollar a la perfección las exigencias de su elección como el mayordomo de la
casa del Padre y poseerá autoridad para abrir y cerrar y para dar arraigo a la tierra
donde acampa todo ser humano. El auténtico poseedor de las llaves es Jesús y a Él
se aplica también la imagen de la roca sobre la que se construye el edificio, pero Él
mismo transmite esa misión a Pedro y lo convierte en el cimiento de una Iglesia
que perdurará hasta el fin de los tiempos, precisamente por la profesión de fe que
ha hecho en nombre de los demás apóstoles. Esta misma misión perdura en el
Romano Pontífice, llamado a ser el Servidor de los servidores de Dios, en la fe, la
caridad y la unidad de la comunidad cristiana.
La confesión de Pedro nos exhorta a abrazar la cruz desde la esperanza
El encargo conferido a Pedro está arraigado en la relación personal que el Jesús
histórico tuvo con el pescador Simón, desde el primer encuentro con él, y a su vez
a la confesión de éste sigue el anuncio de Jesús de su pasión. La integridad de la fe
cristiana se da en la confesión de Pedro, que sólo puede ser comprendida a la luz
del acontecimiento de la cruz, el cual sólo revela su sentido si aquel hombre
llamado Jesús, que murió en la cruz, era el Hijo de Dios y sólo puede ser iluminada
por la enseñanza del mismo, sobre su ser de Hijo, que nos enseña el modo en el
que debemos seguirlo, desde esa paradoja evangélica de la cruz, que nos muestra
cómo en el lenguaje cristiano, ganar la vida, significa perderla y recuperar la vida,
significa darla.
Mientras que el instinto nos impulsa a rechazar la cruz, la confesión de aquel
pescador nos exhorta a perder la propia vida por fidelidad a aquel que era Dios
mismo hecho hombre. Un reconocimiento al que sólo se puede llegar desde una fe
vivida como una peregrinación que parte de la experiencia de aquel Jesús histórico,
que predicó, sanó a los enfermos, evangelizó a los pobres y reconcilió a los
pecadores. Dicha confesión encuentra su fundamento en el misterio pascual, pero
debe seguir hacia la plenitud de la verdad, gracias a la acción del Espíritu Santo,
que nos hace exclamar, no sólo con la mente, sino también con el corazón: "Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo".
En medio de un mundo moderno que experimenta un cierto vacío de sentido,
muchos hombres y mujeres de nuestra época descubren en su pequeñez, frente a
la grandeza del cosmos, la presencia de ese más allá, que es Dios, cuya
trascendencia nos es revelada en el Salmo de este domingo. No es el Dios que
causa terror, sino el todopoderoso que es amor, mira a los humildes con
predilección y protege al pobre rodeado de peligros.
Ojalá que también nosotros escuchemos en medio de las tormentas de la vida, la
misma bienaventuranza que Jesús dirigió a Pedro: "¡dichoso tú (María, Luisa,
Marta, José, Mario…)!”, vibrando bajo el deseo de experimentar la felicidad que
produce la fe en Jesús. A veces pensamos demasiado en los esfuerzos que supone
el plasmar nuestro amor a Dios en la vida cotidiana, pero dejémonos amar por El y
que lleve a cabo sus planes sobre nosotros, sin mirar hacia atrás a mitad del surco
y sin dejar sin finalizar esa obra salida de sus manos, que somos cada uno de
nosotros. La declaración de Pedro nos recuerda estas afirmaciones y nos da
esperanza cuando nos fallan las fuerzas o se acobarda nuestra fe.
Hna. Ascensión Matas
Misionera de Santo Domingo