Día 22 de Diciembre
Padre Julio Gonzalez Carretti O.C.D
Lecturas bíblicas
a.- 1 Sam. 1,24-28: Ana da gracias por su hijo Samuel.
En esta lectura encontremos un eco de varios salmos, los “Cánticos de Sión” donde
encontramos la nostalgia de los piadosos judíos, y su devoción por la ciudad santa
de Jerusalén, en particular, por el templo de Yahvé (cfr. Sal. 46; 48; 76; 84; 87 y
122). Ana agradece la maternidad y consagra a Samuel a Dios en el templo, que
queda al servicio del sacerdote Elí. Su oración es todo un acto de fe en la
omnipotencia de Yahvé: “Oyeme, señor. Por tu vida, señor, yo soy la mujer que
estuvo aquí junto a ti, orando a Yahvé. Este niño pedía yo y Yahvé me ha concedido
la petición que le hice. Ahora yo se lo cedo a Yahvé por todos los días de su vida;
está cedido a Yahvé. Y le dejó allí, a Yahvé” (vv.26-28). Esta oración de
agradecimiento por el nacimiento de Samuel es motivo para que Ana eleve su
cántico a Yahvé, prototipo del Magnificat de María, la Madre de Jesús (cfr. 1Sam.
2,1-10), que expresa la esperanza de los humildes, que termina evocando al Rey y
Mesías (1Sam.2,10). Samuel representa al sacerdote que se consagra al servicio
del santuario desde su más tierna edad. Pertenecía a la tribu de Efraím (1Sam. 1,1)
y ejerció su ministerio sacerdotal en su vertiente profética (cfr. 1Sam.7,9;
9,13;10,8). Pero a este ministerio profético, se une la de juez o sea que nos
encontramos ante una personalidad muy completa al servicio de Dios y de Israel,
previo a la época monárquica.
b.- Lc. 1,46-56: El Magnificat. El canto de María, la Madre de Jesús.
En el evangelio María canta las maravillas que Dios ha hecho en su vida, Ana
agradecía la vida de su hijo Samuel. El evangelista sitúa el Magnificat en el
contexto de la Visitación: Isabel llena del Espíritu Santo proclama la grandeza de
María denominándola: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y
¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis
oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído
que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (vv. 42-45).
Ella es la portadora de la bendición definitiva que se concreta en el fruto de su
vientre: Jesucristo, el Señor. María, canta la grandeza de Dios y su predilección por
los pequeños y humildes; responde con sonido antiguo pero de contenido
totalmente nuevo. Toda su grandeza es obra de Dios y por ello se torna canto su
agradecimiento. En su canto, se reúne la síntesis de la fe del pueblo de la antigua
alianza, la espera de los profetas, fiado de las promesas de Dios hechas a su
descendencia para siempre. Su canto testimonia que Jesús es portador de de
aquella plenitud escatológica que el pueblo de Israel buscaba ansiosamente. Los
olvidados y marginados, son ahora los protagonistas de la historia de Dios, que los
prefiere, a los poderosos y soberbios de este mundo. Los diversos textos bíblicos,
que subyacen en el Magnificat, nos hablan de las aspiraciones seculares de Israel,
pero también, la humanidad redimida por la resurrección de Jesucristo, alegría y
esperanza de los pobres de ayer y siempre. La llegada del Reino de Dios ha
desencadenado, por la palabra de Jesucristo, el evangelio, una transformación. El
Dios santo, justo y misericordioso del Magnificat, pone en marcha un proceso
histórico que invierte el viejo orden de injusticia y maldad, por el que pregonan las
Bienaventuranzas, código de santidad y convivencia, de reconciliación paz,
fraternidad y solidaridad entre los hombres y pueblos (cfr. Mt.5, 3-12). Mucho ha
sufrido la humanidad a manos de tiranos y soberbios, ayer y hoy, por lo tanto, gran
parte de esa misma humanidad está por la paz, la solidaridad, la justicia, la
libertad, etc. El Reino de Dios, no tolera situaciones de injusticia, y ofensa a los
derechos humanos. Dios en Jesucristo, se ha revelado como fuerza de amor
misericordioso que levanta a los humildes, colma a los hambrientos, contra la
injusticia, verdadera idolatría de los hombres que termina divinizándose a sí
mismos. María, Madre de Jesús, inserta al Dios y Hombre, verdadero en una
sociedad de pobres y humildes, los pobres de Yahvé, preferidos de Dios, y
destinatarios del Reino de Dios, predicado por Jesús. Su canto no es una proclama
social y política, sino la constatación que sólo Dios es la riqueza verdadera del
hombre, por ello, quien se encuentra satisfecho de sí mismo y de bienes materiales,
en realidad está vacío. La verdadera riqueza consiste en abrirse al evangelio de la
gracia de Jesucristo, al perdón de los pecados y extender su reinado a los demás, lo
hace verdaderamente rico. María en este proceso es modelo acabado de discípula.
Finalmente, este cántico de María es himno de su gloria: se le glorifica porque ha
creído en Dios y ha permitido que Dios realice grandes obras en ella. De ahí que
todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (v.48). En su misterio
pascual, Cristo Jesús, da la vida nueva a la humanidad, y en su Madre,
encontramos a María de la Esperanza.
Sor Isabel meditando acerca de la respuesta de María a Dios Padre escribe: “Amar
es seguir las huellas de María,/ exaltando la grandeza del Señor,/ al tiempo que su
alma arrebatada/ entonaba su cántico al Señor./ Vuestro centro, oh Virgen fiel,/ era el
anonadamiento,/ pues Jesús, Esplendor eterno,/ se ocultó rebajándose./ Es siempre
por la humildad/ como el alma le engrandece./ San Pablo en su poquedad/ «me
glorío, gritaba, en el Señor,/ pues así la fuerza del Redentor/ triunfa en mi corazón».
(Poesía 94).