Encuentros con la
Palabra
Domingo IV de Adviento – Ciclo C (Lucas 1, 39-45)
“
¡Dichosa tú por haber creído!
”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
No sé si habrá sido cierto o no, pero cuentan que en un vuelo trasatlántico, un venerable
sacerdote, que regresaba de una peregrinación a tierra santa, entabló conversación con
su vecino de asiento. La charla estuvo muy animada y duró gran parte del viaje. Cuando
el viajero desconocido supo que el sacerdote era el cura párroco de una conocida
parroquia en la ciudad donde él iba a estar unos días de trabajo, le ofreció ir el domingo a
cantar en la misa mayor. El cura se excusó diciéndole que tenían un coro muy bien
organizado y que no veía conveniente desplazarlo de sus funciones precisamente en la
eucaristía más concurrida de toda la semana. Agradeció la gentileza del viajero, pero
rechazó la oferta.
Al llegar al aeropuerto de su ciudad, después de haber hecho el proceso de migración y
de haber recogido las maletas, el sacerdote salió del aeropuerto y vio a su vecino de
asiento respondiendo a una multitud de periodistas con cámaras fotográficas y de
televisión y toda clase de micrófonos. Picado por la curiosidad sobre la identidad de su
compañero de vuelo, se acercó al primer transeúnte que se le cruzó y le preguntó si por
casualidad sabía quién era ese seor que estaban entrevistando; “–Claro que se quién es.
Se trata de un famoso tenor que viene a la ciudad a ofrecer una serie de conciertos. Se
llama Luciano Pavarotti”.
Poco después de que María dijo: “He aquí la esclava del Seor, hágase en mí, según tu
palabra”, ella sali “de prisa a un pueblo de la regin montaosa de Judea” a visitar a su
prima Isabel, que estaba esperando a Juan el Bautista. Este encuentro sencillo de
amistad, marcado por la acción de Dios en ambas mujeres, refleja la confianza de la
Virgen María en la promesa que había recibido de parte de Dios. Ella creyó en la promesa
que se le hizo de que sería la Madre del Salvador: “El ángel le dijo: –María no tengas
miedo, pues tú gozas del favor de Dios. Ahora vas a quedar encinta: tendrás un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús. Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo, y
Dios el Señor lo hará Rey, como a su antepasado David, para que reine por siempre
sobre el pueblo de Jacob. Su reinado no tendrá fin” (Lucas 1, 30-33).
Una promesa como esta no es fácil de creer. Por eso, su prima Isabel le dijo: “–¡Dios te ha
bendecido más que a todas las mujeres, y ha bendecido a tu hijo! ¿Quién soy yo, para
que venga a visitarme la madre de mi Señor? Pues tan pronto como oí tu saludo, mi hijo
se estremeció de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú por haber creído que han de cumplirse
las cosas que el Seor te ha dicho!”.
Pidamos para que en este tiempo de Adviento, crezca en nosotros esa esperanza en que
las promesas del Señor se cumplirán. Que el Señor no permita que nos contagiemos de la
desconfianza que pulula hoy por todas partes. Las promesas que hemos escuchado en
este tiempo son incontables. La pregunta es si las hemos escuchado como promesas
electoreras que no entusiasman, o como promesas del Señor que siempre cumple su
palabra. Porque nos puede pasar lo que le pasó al sacerdote de la historia, que se queda
sin escuchar a Pavarotti por no confiar en lo que le ofrecían.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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