IV Domingo de Adviento, Ciclo C
¡Dichosa tú, que has creído!
La espera del nacimiento de un niño es una de las mayores alegrías en la vida de
una familia.
En el evangelio del último domingo de Adviento dos embarazadas son
protagonistas. El evangelista Lucas cuenta el encuentro entre María, la Virgen, e
Isabel, su prima (Lc 1, 39-45). Dos mujeres creyentes comparten y celebran su fe
en el Dios de las promesas, en el Dios del amor liberador que es la verdadera
esperanza de los pobres de este mundo. Este Dios se ha hecho presente en la vida
de ambas mujeres de una forma sorprendente y paradójica, pues las dos están
aguardando el nacimiento de sus respectivos hijos, concebidos de forma
extraordinaria a los ojos humanos.
En su encuentro como madres sus cuerpos de mujer vibran de emociones ante la
grandeza de lo que les está pasando. Nada es imposible para Dios. Donde imperaba
la esterilidad silenciosa de Isabel se presiente ahora la vitalidad elocuente y
profética de Juan, ya desde el seno de su madre. Donde hubo un momento de
desconcierto en María por el mensaje del ángel que le anunciaba su maternidad,
ahora se irradia la fuerza mesiánica del Señor Jesús, cuyo Espíritu activa los
mecanismos de la comunicación humana en su más profunda interioridad. Las
entrañas preñadas de las dos mujeres reflejan la fuerza misteriosa y portentosa del
Dios de la salvación.
La salvación se anuncia ya en la profecía de Miqueas (Miq 5,1-4) con la llegada del
Mesías Pastor del pueblo de Dios, que trae consigo la paz y la tranquilidad, porque
él mismo es la paz. Su origen es antiguo y e inmemorial y su cuna será Belén de
Judá. Todo ello apunta hacia el Mesías que se inserta en la estirpe de David, lo cual
se verifica en el Nuevo Testamento que presenta a Jesús en ese linaje por vía de
José, el esposo de María, que da la paternidad legal al Señor, concebido por obra
del Espíritu Santo. Miqueas menciona a la madre que dará a luz un hijo en el cual
está puesta la esperanza de un pueblo que será guiado con firmeza y justicia por el
Mesías Pastor, nuestra paz.
La salvación se realiza por medio de Cristo. En el texto a los Hebreos (Heb 10,5-10)
se hace un comentario a un salmo mesiánico (Sal 39,7-9) para resaltar la
importancia de la entrega de la vida de Cristo, cuyo sacrificio personal queda
patente en las palabras: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. De este
modo Jesucristo consiguió la santificación de todos. Cuando Cristo entró en el
mundo consumó en la cruz la ofrenda total de su cuerpo y obtuvo la paz y la
salvación para la humanidad. El comienzo histórico de ese amor consumado es lo
que celebramos en Navidad y es el misterio que acuna con su propia vida y su
propio cuerpo la Virgen María con su “amén” definitivo a Dios mediante sus
palabras también de ofrenda: “Aquí está la esclava del Se￱or”. La fe de María,
confiando en Dios y en su palabra, posibilitó el nacimiento del Salvador.
En el Evangelio (Lc 1,39-45) la reacción de Isabel ante la cercanía del nacimiento
de Jesús destaca su alegría inmensa. La misma alegría que María canta poco
después al iniciar el Magnificat es la que Isabel comunica al decir que la criatura
“salt￳ de alegría” en su vientre. S￳lo Lucas utiliza y repite un verbo griego ( skirtao )
que podríamos traducir también como “retozar”. Retozar es brincar de alegría, dar
saltos de gozo, es vibrar de emoción. Es sentir y expresar con todo el ser, con todo
el cuerpo, desde la intimidad de las entrañas hasta la boca jubilosa, la inefable
alegría del ser humano por la presencia misteriosa del Espíritu que transforma toda
realidad humana y hace posible un nuevo amanecer para la humanidad. Los labios
de Isabel proclaman dichosa a María y expresan su felicitaci￳n: “Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” y “Dichosa tú que has creído que se
cumplirá lo que dice el Se￱or”.
Esa alegría desbordante, que va desde el interior del espíritu hasta la conmoción
entusiasta del organismo humano, no está supeditada meramente a la vivencia de
circunstancias favorables y halagüeñas de la vida, sino que es un don de la fe para
afrontar también las dificultades, especialmente las asociadas a una vida de
testimonio profético. Es la dicha propia de los que sufren algún tipo de tribulación
por la causa de Jesús, y experimentan la exclusión, la difamación y el rechazo por
ser fieles a los valores del Reino de Dios (Cf. Lc 6,23). Con la alegría de María y de
Isabel, que es la alegría de los pobres y de los que esperan en Dios, vivamos las
vísperas de la Navidad. Alegrémonos, porque el Espíritu del amor y de la verdad
quiere generar en cada ser humano un corazón nuevo dispuesto para el Reino de
Dios y su justicia. La esperanza en Dios y en su palabra es fuente inagotable de
alegría verdadera.
De la vida aprendemos que la espera de alguien querido es ya una fiesta pues el
corazón humano se estremece y se ilusiona acariciando la presencia cercana de un
amor. Esperar a alguien es ya una gozada, porque es anticipar el encuentro.
Ponerse en camino es estar llegando y esperar es estar vibrando, de modo que la
alegría es el espíritu propio de la espera, es el gozo contenido cuyas chispas
brillarán en lágrimas de emoción. Pero sólo habrá alegría auténtica si a quien
esperamos es a Jesús, que se acerca a los pobres e indefensos anunciando la
Buena Noticia y rehabilitando a los marginados y desheredados de esta tierra.
Feliz Navidad.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura