Domingo de la 4ª semana de Adviento (C)
PRIMERA LECTURA
De ti saldrá el jefe de Israel
Lectura de la profecía de Miqueas 5, 1-4a
Así dice el Señor: «Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen
es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial. Los entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, el resto de sus
hermanos retornará a los hijos de Israel. En pie, pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del
Señor, su Dios. Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y éste será nuestra
paz.»
Salmo responsorial 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19 R. Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
SEGUNDA LECTURA
Aquí estoy para hacer tu voluntad
Lectura de la carta a los Hebreos 10, 5-10
Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un
cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: “Aquí estoy,
oh Dios, para hacer tu voluntad.”» Primero dice: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, no aceptas holocaustos ni
víctimas expiatorias», que se ofrecen según la Ley. Después añade: «Aquí estoy yo para hacer tu voluntad.» Niega
lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del
cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.
EVANGELIO
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Lectura del santo evangelio según san Lucas 1, 39-45
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías
y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu
Santo y dijo a voz en grito. - «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que
me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.
Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. »
¿Quién soy yo?
Al contemplar el espectáculo de nuestro mundo hay motivos para pensar que los telares en los
que se hilan las grandes tramas de la historia están muy lejos de nuestra vida cotidiana.
Personajes poderosos se encuentran para tomar decisiones que, después, habrán de afectar a
nuestra vida de múltiples formas; decisiones en las que nosotros no tenemos arte ni parte.
Grandes centros de poder (político, económico, social…) son testigos de los movimientos que
deciden el curso de la historia. Es así, para bien y para mal, y tal vez no pueda ser de otra
manera. Pero se entiende que se susciten protestas que piden otra forma de decidir las cuestiones
que nos afectan a todos. ¿Es ello posible?
Al menos parece que a Dios sí se le ha ocurrido un camino alternativo. El gran acontecimiento
del encuentro pleno y definitivo entre Dios y los hombres discurre por derroteros completamente
distintos. Los personajes y los lugares que forman parte de esta otra trama son insignificantes si
los juzgamos con los criterios de los grandes sucesos históricos. “¿Quién soy yo?” pregunta
Isabel, expresando la conciencia de su propia pequeñez. La pregunta suena a unos pocos
kilómetros de una aldea, Belén, la más pequeña entre las aldeas de Judá. Al venir a la humanidad
para encontrarse con ella en su propio territorio (en la carne, en el tiempo, en el espacio), Dios no
se dirige a los grandes de este mundo, ni busca la puerta de entrada en los centros de poder de las
principales urbes (Roma, Atenas, Jerusalén) desde las que, al parecer, puede tener una influencia
mayor y más eficaz. Al elegir gentes insignificantes, lugares desprovistos de poder, Dios expresa
que no quiere realizar una visita protocolaria, “oficial”, una “cumbre” de esas en las que se habla
mucho y se buscan compromisos de papel que suelen acabar siendo papel mojado. Para Dios
cada ser humano es un “gran personaje”, el más importante del mundo, así como cada pequeño
rincón perdido de la tierra es para Él el centro del mundo. Dios quiere realizar con cada uno de
nosotros un encuentro verdadero, en profundidad, y quiere llegar hasta el último lugar en el que
habita el ser humano.
Por todo esto, los encuentros preparatorios, que preceden siempre a las cumbres, tienen también
lugar ahora, pero suceden de otra manera, con otro tono, en otra atmósfera. Dios no viene a
nosotros a entablar conversaciones mediante un tira y afloja de intereses contrapuestos. Quiere,
eso sí, establecer una relación verdaderamente humana, y por eso ha de someterse a las
condiciones de nuestra humanidad de carne, que habita en el espacio y el tiempo. Todo el
Antiguo Testamento habla prácticamente sólo de estos encuentros preparatorios, no siempre
culminados con éxito. Pero ahora, ante la inminencia de la venida, éstos alcanzan el máximo de
intensidad. El que nos narra hoy el Evangelio de Lucas nos da algunas claves fundamentales. Se
trata, en primer lugar, de un encuentro entre dos mujeres embarazadas, en las que, de modo
diverso, está sucediendo el milagro de la vida que florece. María e Isabel no se dedican a
quejarse por lo mal que están las cosas, a criticar a los invasores romanos o a las corruptas
autoridades políticas y religiosas judías. No, estas mujeres realizan un encuentro de bendición. Y
es que Dios no viene en tono amenazante, ni quiere echarnos en cara nuestros pecados. Es decir,
no viene en plan reivindicativo. Su visita es salvífica, recreadora, positiva. El diálogo de Isabel
con María, carente de toda queja, crítica o amargura, refleja toda esta positividad, expresada en
bendiciones mutuas: la de Isabel a María, llena de entusiasmo y alegría; y la que la misma Isabel
recibe de María, sin palabras, por la mera presencia del Verbo de Dios en su seno.
Si Isabel y María se encuentran en Aim Karem, en la montaña de Judá, es porque María ha ido al
encuentro, ha salido de sí, sin ahorrar esfuerzos, para compartir con Isabel los dones de Dios que
ambas han recibido. El protagonismo no lo tienen los intereses contrapuestos, con los
correspondientes regateos para llegar a algún acuerdo de mínimos, sino la generosidad pura del
que se sabe rico en medio de su pobreza y decide compartir lo que tiene. Y éste es también el
espíritu con el que Dios viene a plantar su tienda entre nosotros: para hacernos partícipes de su
propia vida, sin ahorrar esfuerzos y sacrificios. Esa es la voluntad de Dios, que Jesús ha venido a
realizar a un alto precio, como expresa con fuerza la carta a los Hebreos.
Las condiciones del encuentro de Dios con los hombres, que se van realizando en estos otros
encuentros, insignificantes para la gran historia de la humanidad, pero fundamentales para una
mirada de fe (que eso son, por cierto, la palabras de Isabel: una confesión de fe), nos abren
también los ojos para comprender las consecuencias de aquel: Dios, al someterse a nuestra
condición humana, se hace dependiente de nosotros, necesita de nuestra cooperación. Estamos a
la espera del nacimiento de Jesús, el hijo de Dios, todavía no lo vemos, pero podemos ya percibir
su presencia como hijo de María. Dios, en la humildad de la carne, se deja llevar de un lugar a
otro. Llevado así, en el seno de la doncella de Nazaret, en dependencia de sus andanzas, empieza
ya a derramar sus bendiciones.
Al contemplar esta escena luminosa del encuentro entre Isabel y María, podemos comprender el
modo concreto en que podemos preparar nosotros el próximo nacimiento de Cristo. De nada
sirve que nos quejemos de lo mal que está el mundo, y menos aún de que el espíritu comercial
haya secuestrado el verdadero espíritu de la Navidad. Esta queja, que de tan repetida ya cansa,
acaba sonando a mala excusa. Ninguna actividad comercial puede secuestrar el sentido profundo
de la Navidad si nosotros los creyentes lo vivimos en la condiciones y con las consecuencias que
hoy subraya para nosotros la Palabra de Dios. En primer lugar tenemos que propiciar encuentros
positivos, encuentros en que dominen las bendiciones y evitemos las maldiciones; encuentros
guiados no por intereses particulares (sean mezquinos o legítimos), sino por la generosidad, la
capacidad de sacrificarnos por los demás, por la voluntad de compartir los dones que hemos
recibido. Finalmente, la Navidad se hará real en nuestro tiempo, en cada rincón del mundo, si
alguien, en apariencia insignificante, pero no para Dios, deja que la Palabra habite en él, y se
hace portador de ella y, por medio de sus actos y de sus palabras, deja que esa Palabra sea fuente
de bendición para otros. Esa Palabra será a veces sólo una semilla, un embrión, como Jesús en el
seno de María, pero su acción será ya eficaz y fuente de bendición, suscitará el espíritu profético
que anima a Isabel en su bendición y a María en su canto del Magníficat, y hará posible, en algún
momento de futura madurez, un encuentro pleno con aquel que ha venido a hacer la voluntad del
Altísimo, a cumplir las promesas de Dios y a ser nuestra paz.