Comentario al evangelio del Domingo 23 de Diciembre del 2012
¿Quién soy yo?
Al contemplar el espectáculo de nuestro
mundo hay motivos para pensar que los telares en los que se hilan las grandes tramas de la historia
están muy lejos de nuestra vida cotidiana. Personajes poderosos se encuentran para tomar decisiones
que, después, habrán de afectar a nuestra vida de múltiples formas; decisiones en las que nosotros no
tenemos arte ni parte. Grandes centros de poder (político, económico, social…) son testigos de los
movimientos que deciden el curso de la historia. Es así, para bien y para mal, y tal vez no pueda ser de
otra manera. Pero se entiende que se susciten protestas que piden otra forma de decidir las cuestiones
que nos afectan a todos. ¿Es ello posible?
Al menos parece que a Dios sí se le ha ocurrido un camino alternativo. El gran acontecimiento del
encuentro pleno y definitivo entre Dios y los hombres discurre por derroteros completamente distintos.
Los personajes y los lugares que forman parte de esta otra trama son insignificantes si los juzgamos
con los criterios de los grandes sucesos históricos. “¿Quién soy yo?” pregunta Isabel, expresando la
conciencia de su propia pequeñez. La pregunta suena a unos pocos kilómetros de una aldea, Belén, la
más pequeña entre las aldeas de Judá. Al venir a la humanidad para encontrarse con ella en su propio
territorio (en la carne, en el tiempo, en el espacio), Dios no se dirige a los grandes de este mundo, ni
busca la puerta de entrada en los centros de poder de las principales urbes (Roma, Atenas, Jerusalén)
desde las que, al parecer, puede tener una influencia mayor y más eficaz. Al elegir gentes
insignificantes, lugares desprovistos de poder, Dios expresa que no quiere realizar una visita
protocolaria, “oficial”, una “cumbre” de esas en las que se habla mucho y se buscan compromisos de
papel que suelen acabar siendo papel mojado. Para Dios cada ser humano es un “gran personaje”, el
más importante del mundo, así como cada pequeño rincón perdido de la tierra es para Él el centro del
mundo. Dios quiere realizar con cada uno de nosotros un encuentro verdadero, en profundidad, y
quiere llegar hasta el último lugar en el que habita el ser humano.
Por todo esto, los encuentros preparatorios, que preceden siempre a las cumbres, tienen también lugar
ahora, pero suceden de otra manera, con otro tono, en otra atmósfera. Dios no viene a nosotros a
entablar conversaciones mediante un tira y afloja de intereses contrapuestos. Quiere, eso sí, establecer
una relación verdaderamente humana, y por eso ha de someterse a las condiciones de nuestra
humanidad de carne, que habita en el espacio y el tiempo. Todo el Antiguo Testamento habla
prácticamente sólo de estos encuentros preparatorios, no siempre culminados con éxito. Pero ahora,
ante la inminencia de la venida, éstos alcanzan el máximo de intensidad. El que nos narra hoy el
Evangelio de Lucas nos da algunas claves fundamentales. Se trata, en primer lugar, de un encuentro
entre dos mujeres embarazadas, en las que, de modo diverso, está sucediendo el milagro de la vida que
florece. María e Isabel no se dedican a quejarse por lo mal que están las cosas, a criticar a los invasores
romanos o a las corruptas autoridades políticas y religiosas judías. No, estas mujeres realizan un
encuentro de bendición. Y es que Dios no viene en tono amenazante, ni quiere echarnos en cara
nuestros pecados. Es decir, no viene en plan reivindicativo. Su visita es salvífica, recreadora, positiva.
El diálogo de Isabel con María, carente de toda queja, crítica o amargura, refleja toda esta positividad,
expresada en bendiciones mutuas: la de Isabel a María, llena de entusiasmo y alegría; y la que la
misma Isabel recibe de María, sin palabras, por la mera presencia del Verbo de Dios en su seno.
Si Isabel y María se encuentran en Aim Karem, en la montaña de Judá, es porque María ha ido al
encuentro, ha salido de sí, sin ahorrar esfuerzos, para compartir con Isabel los dones de Dios que
ambas han recibido. El protagonismo no lo tienen los intereses contrapuestos, con los correspondientes
regateos para llegar a algún acuerdo de mínimos, sino la generosidad pura del que se sabe rico en
medio de su pobreza y decide compartir lo que tiene. Y éste es también el espíritu con el que Dios
viene a plantar su tienda entre nosotros: para hacernos partícipes de su propia vida, sin ahorrar
esfuerzos y sacrificios. Esa es la voluntad de Dios, que Jesús ha venido a realizar a un alto precio,
como expresa con fuerza la carta a los Hebreos.
Las condiciones del encuentro de Dios con los hombres, que se van realizando en estos otros
encuentros, insignificantes para la gran historia de la humanidad, pero fundamentales para una mirada
de fe (que eso son, por cierto, la palabras de Isabel: una confesión de fe), nos abren también los ojos
para comprender las consecuencias de aquel: Dios, al someterse a nuestra condición humana, se hace
dependiente de nosotros, necesita de nuestra cooperación. Estamos a la espera del nacimiento de Jesús,
el hijo de Dios, todavía no lo vemos, pero podemos ya percibir su presencia como hijo de María. Dios,
en la humildad de la carne, se deja llevar de un lugar a otro. Llevado así, en el seno de la doncella de
Nazaret, en dependencia de sus andanzas, empieza ya a derramar sus bendiciones.
Al contemplar esta escena luminosa del encuentro entre Isabel y María, podemos comprender el modo
concreto en que podemos preparar nosotros el próximo nacimiento de Cristo. De nada sirve que nos
quejemos de lo mal que está el mundo, y menos aún de que el espíritu comercial haya secuestrado el
verdadero espíritu de la Navidad. Esta queja, que de tan repetida ya cansa, acaba sonando a mala
excusa. Ninguna actividad comercial puede secuestrar el sentido profundo de la Navidad si nosotros
los creyentes lo vivimos en la condiciones y con las consecuencias que hoy subraya para nosotros la
Palabra de Dios. En primer lugar tenemos que propiciar encuentros positivos, encuentros en que
dominen las bendiciones y evitemos las maldiciones; encuentros guiados no por intereses particulares
(sean mezquinos o legítimos), sino por la generosidad, la capacidad de sacrificarnos por los demás, por
la voluntad de compartir los dones que hemos recibido. Finalmente, la Navidad se hará real en nuestro
tiempo, en cada rincón del mundo, si alguien, en apariencia insignificante, pero no para Dios, deja que
la Palabra habite en él, y se hace portador de ella y, por medio de sus actos y de sus palabras, deja que
esa Palabra sea fuente de bendición para otros. Esa Palabra será a veces sólo una semilla, un embrión,
como Jesús en el seno de María, pero su acción será ya eficaz y fuente de bendición, suscitará el
espíritu profético que anima a Isabel en su bendición y a María en su canto del Magníficat, y hará
posible, en algún momento de futura madurez, un encuentro pleno con aquel que ha venido a hacer la
voluntad del Altísimo, a cumplir las promesas de Dios y a ser nuestra paz.
José María Vegas, cmf