MISA DE LA AURORA
(25 de diciembre)
Padre Julio Gonzalez Carretti O.C.D
Lecturas Bíblicas:
Lecturas Bíblicas
a.- Is. 62, 11-12: Se le llamará pueblo santo.
El profeta Isaías, como un manantial de promesas y bendiciones en clave
mesiánicas describe el tiempo futuro. Es un grito en el desierto, en un contexto
alegre, como son las fiestas de los Tabernáculos: los peregrinos suben a Jerusalén,
con antorchas en las manos, esperanzados cantan alabanzas, llevando la Torá, en
forma procesional. Era una ceremonia y liturgia muy bien celebrada ya que en el
destierro no lo podían hacer. En la puerta les esperaba el profeta que los recibió
con estas palabras: “¡Pasad, pasad por las puertas! ¡Abrid camino al pueblo!
¡Reparad, reparad el camino, y limpiadlo de piedras! ¡Izad pendón hacia los
pueblos! Mirad que Yahvé hace oír hasta los confines de la tierra: «Decid a la hija
de Sión: Mira que viene tu salvación; mira, su salario le acompaña, y su paga le
precede. Se les llamará "Pueblo Santo", "Rescatados de Yahvé"; y a ti se te
llamará "Buscada", "Ciudad no Abandonada" ( Is. 62, 10-12). La salvación ha
llegado para nosotros, mientras Israel, la esperaba con ansias, nosotros la hemos
contemplado en la Faz de un Niño. Le acompañan la recompensa y retribución.
Israel siempre fue el pueblo santo, separado de las otras naciones, para vivir en
exclusiva su relación con Yahvé, pero ahora la salvación y santidad, se han hecho
carne en la persona de Jesús de Nazaret.
b.- Tit. 3, 4-7: Mas cuando se manifestó la bondad de Dios.
El apóstol Pablo, luego de exhortar a la obediencia civil a las legítimas autoridades,
deja en claro que lo verdaderamente importante es obedecer a Jesucristo (vv.1-3).
ÉL es manifestación de la bondad de Dios, que nos salvó, no por lo que nosotros
hallamos hecho, sin méritos nuestros, sino por su iniciativa divina en el proceso de
la salvación (v.5; cfr. Rm. 3,21-26). La gratuidad de esta salvación, la recibimos en
el bautismo y la efusión del Espíritu, como renovación total, la herencia de la vida
eterna, se vive con esperanza cierta (cfr. Rm. 3,21-28; Ef. 2,4-8; 1Cor.6,11;
Rm.5,5; 6,3-11; Rm.8,17; Gál.4,4). Esta manifestación del amor de Dios por cada
ser humano, supone la salvación de todos, justificación, vida nueva, que nace de
Jesucristo, de ahí la importancia, de vivir la coherencia de esta nueva condición que
apunta hacia la vida eterna. Por pura bondad, hemos sido salvados, sin haber
hecho nada nosotros, sólo el amor de Dios nos salva y tiene Rostro de Niño en
Belén.
c.- Jn. 1, 1-18: La Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad nos han
llegado por Jesucristo.
Esta primera parte del evangelio de Juan, busca presentarnos a Jesucristo, Dios y
Hombre verdadero. Juan busca los orígenes de Jesús, en la eternidad de Dios, en
su vida intratrinitaria. El evangelista, lo presenta en tres etapas: su preexistencia
(vv.1-5), la acogida, recibimiento o aceptación (vv.6-12), y finalmente, la
encarnación (vv. 13-18). En la primera parte, encontramos la preexistencia real y
personal. Existencia realizada en plena comunión con el Padre: “En el principio
existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios . Ella estaba en
el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto
existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las
tinieblas , y las tinieblas no la vencieron.” (vv. 1-5). La eternidad, la personalidad y
divinidad del Logos, son las tres dimensiones fundamentales que conocemos del
Verbo del Padre. Es el cimiento sólido, la razón última, para decirnos por qué esta
Palabra, este Verbo, puede hablarnos de Dios su Padre. La revelación y salvación de
esta Palabra radica en sí misma, ahí tiene su origen y naturaleza. El evangelista,
usa categorías existenciales, porque esa Palabra, tiene como tarea hablar al
hombre, y espera una respuesta. Estos destinatarios son los hombres, la
humanidad entera, para ellos esta Palabra es luz y vida, es más, es lo que da
plenitud y sentido a su existencia.
En un segundo momento, encontramos, la entrada de la Palabra en el mundo de los
hombres (vv. 6-13). La mención de Juan el Bautista, nos sitúa en el terreno
histórico, era testigo de la luz. La luz, para el hombre es una Persona, es Alguien,
es la Palabra o Logos encarnada. No es una abstracción o idea. Testigo de todo
ellos es el Bautista, esa es su característica aquí, no la de ser Precursor, que puede
dar luz al misterio del hombre. La razón de ser del Bautista, radica en la fuerza de
su testimonio. Al Verbo le compete ser luz, por ser Dios (v. 9). Ahora que ha
ingresado en la historia de los hombres, la Palabra esencial de Dios, el Logos del
Padre, coloca al hombre ante una decisión de aceptación o rechazo, ya que ella es
esencialmente interpelante. “Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan.
Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos
creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La
Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció . Vino
a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio
poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de
sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.” (vv. 6-13). Términos como
no lo conocieron o no lo recibieron, hablan claramente del rechazo, que sufrió la
Palabra, de parte de los hombres. No aceptan el Evangelio, con lo que acentúa, la
incredulidad judía. Sin embargo, luego presenta, a los que lo recibieron, lo
acogieron como Revelador divino y a cada una de sus palabras; manifestación de
fe. Consecuencia de esta aceptación, recibimos la filiación divina, iniciativa de Dios,
no como decisión del hombre, es decir, no nacida de la “carne ni de la sangre” (v.
13), sino de Dios. Este nuevo nacimiento, no nace del deseo del hombre, sino, de la
iniciativa del Padre.
La tercera parte, se refiere a la Encarnación del Verbo: “Y la Palabra se hizo carne,
y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe
del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y
clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de
mí, porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud hemos recibido todos, y
gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad
nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que
está en el seno del Padre, él lo ha contado.” (vv. 14-18). Este es el centro de todo
el prólogo: el Logos eterno, ha entrado en las coordenadas del tiempo, de la
historia humana, como sujeto de la misma; ya había ingresado en ella desde el
momento de la Creación, como Sabiduría del Padre. La Encarnación, en la mente
del evangelista, es la razón por la cual se le ofrece la posibilidad al hombre de ser
hijo de Dios. Esto habla del infinito amor de Dios, por el cual, el Verbo eterno se
hace carne, se hizo Hombre. La carne, vendría a significar lo débil, caduco,
impotente, pero también, establece la infinita distancia entre el Logos y la carne,
que unidos en Cristo, son manifestación de predilección divina por el ser humano.
Es el amor, el que salva esa distancia. Dios estableció su tienda en medio de los
hombres, ya no tiene más espacios de convivencia con el hombre como nos enseña
el AT.: la tienda, el templo de Jerusalén, el tabernáculo, etc., ahora vive entre los
hombres. Sólo en Cristo habita la gloria del Padre, y la podemos contemplar por
medio de la fe: hemos visto su gloria. Si bien, por Moisés vino la Ley, por Cristo nos
vino, “gracia tras gracia” (v.16), manantial incalculable de gracia y ternura. En
Jesús contemplamos a Dios, es su única y definitiva revelación.
Santa Teresa de Jesús nos invita a contemplar este misterio de cosas tan distintas,
como el Logos y la carne, unidas en Cristo Jesús, admirable misterio de amor
divino. “¡Oh nudo que así juntáis/ dos cosas tan desiguales, / no sé porqué os
desatáis/ pues atado fuerza dais/ a tener por bien los males/ ¡Oh Hermosura que
excedéis/ todas las hermosuras” (Poesía 3 “Hermosura que excedéis”).