Comentario al evangelio del Domingo 06 de Enero del 2013
Sigue la estrella
El misterio de la Navidad es tan grande y tan
profundo, que no basta un día para entrar a fondo en él y descubrir todas sus dimensiones. A la noche y
el día de Navidad, en que contemplamos la luz del niño Dios nacido en Belén, le siguen otras fiestas
que van completando un cuadro armonioso. La fiesta de la Sagrada Familia nos habla de un contexto
de relaciones humanas, del que la verdadera humanidad de Jesús tenía necesidad para desarrollarse y
crecer. Las fiestas de San Esteban y de los santos inocentes, para evitar un exceso de sentimentalismo,
nos recuerdan que Jesús nace en un mundo violento e injusto y que Él mismo y otros por su causa
habrán de sufrir las consecuencias de esa situación “no ideal” del mundo en la que tiene lugar la
encarnación.
El misterio se va completando con esta fiesta de la Epifanía o Manifestación de Cristo a los gentiles,
nuestra popular fiesta de los Reyes Magos. Es una fiesta que enlaza directamente con la del domingo
siguiente: el Bautismo del Señor, otro momento de manifestación, pues es el momento del comienzo
del ministerio público de Cristo; y con la Bodas de Caná, que Juan presenta como el comienzo de los
“signos” que Jesús realiza para anunciar que Dios está ya cumpliendo sus promesas. De hecho, la
liturgia oriental reúne en una sola fiesta (aquí en Rusia es el día 7 de enero) la Navidad, y la Epifanía.
Mateo dice, con el episodio de los sabios de Oriente, que ya desde su nacimiento Jesús tiene una
significación universal, para todo el mundo, sin distinción de razas, culturas y nacionalidades. Que
Dios se haga hombre (ser humano) es algo que tiene que importarle a todo el mundo. No puede ser
algo exclusivo de un grupo, un pueblo, incluso una confesión religiosa. Ya, antes de Cristo, y pese al
tono fuertemente nacionalista de la religión judía, se dieron cuenta de ello los Profetas. Isaías hoy los
representa a todos. Es algo que se deriva naturalmente de su monoteísmo: si el Dios de Israel es el
único Dios verdadero, significa que es el Dios de todos los hombres sin distinción; luego la revelación
que Israel ha recibido es para todo el mundo. Israel descubre así su vocación sacerdotal, de mediador
entre Dios y la humanidad. Y después de la muerte y resurrección de Cristo, Pablo es el gran batallador
por la comprensión universalista de la fe cristiana, que impide que ésta se reduzca a una insignificante
secta dentro del judaísmo.
Dios nace y se manifiesta: nace para manifestarse, para comunicarse, para hacerse accesible a todos.
Esto tiene una importante consecuencia para la comprensión de nuestra fe, que no puede reducirse a
una “opción privada”, a una íntima convicción que no debe manifestarse. Hoy, con frecuencia, en
nombre de una tolerancia mal entendida, se nos invita a profesar la fe con tal de que no la
manifestemos, de que la practiquemos en nuestro fuero interno, en el ámbito privado de nuestras
asambleas litúrgicas, pero renunciando a tratar de que la fe impregne nuestro actuar, nuestro
pensamiento y nuestra presencia pública. Es pedir un imposible. Jesús no vino al mundo a fundar un
club privado, sino a decirnos que Dios es nuestro Padre, que nosotros somos sus hijos y que todos
somos hermanos.
Así pues, respetando sin ambages la libertad de todos y renunciando a imponer nada a nadie, los
cristianos no podemos dejar de proclamar el significado y la importancia para todos de lo que nuestra
fe proclama, y de testimoniar, invitando a todos, a acercarse a conocer personalmente al hijo de Dios
hecho hombre. Y es que la nuestra es una opción personal, pero no, en modo alguno, una opción
privada.
Un detalle importante de esta fiesta es el de la estrella. Los sabios de Oriente representan la sabiduría
humana. No eran magos, sino sabios, posiblemente astrólogos o, dicho en lenguaje actual, astrónomos,
una especie de físicos y filósofos, indagadores de la naturaleza y buscadores de la verdad. Que estos
sabios siguiendo la estrella buscaran al niño para adorarlo significa que entre la fe y la razón no hay
contradicción alguna, que la ciencia y la revelación no son divergentes sino convergentes, pues por
caminos distintos se encaminan a la verdad, el bien y la justicia, que, por vía natural o por vía revelada,
tienen un mismo Autor.
La razón tiene sus limitaciones y en ciertos momentos necesita abrirse a la iluminación de la
revelación. Así, el hombre puede admirar la grandeza y el poder de Dios al contemplar la naturaleza,
pero no puede llegar por la sola razón al contenido revelado, que le dice que a ese Dios creador que
busca en las estrellas lo puede encontrar en medio de los hombres. Por eso los Reyes Magos siguiendo
la estrella se acercan mucho, pero no pueden llegar hasta el final. Tienen que preguntar a los
representantes del pueblo sacerdotal, depositario de la revelación. Estos tuercen el gesto, pero
consultan el depósito que se las ha confiado y hallan la respuesta. Es un texto de Isaías el que despeja
el camino hasta el niño recién nacido. Pero causa admiración y perplejidad que mientras los sabios de
Oriente se muestren tan abiertos (a la razón y a la fe), esos representantes del Pueblo elegido estén tan
cerrados a lo que sus propias Escrituras les dicen. Vemos que ni la razón ni la revelación bastan por sí
mismas. Hacen falta, además, disposiciones personales, es decir, un corazón bien dispuesto. Si no se da
esto, la sola razón puede llevar a la soberbia y a la negación de Dios; y la actitud religiosa cerrada
sobre sí misma puede convertirse en fanatismo, en la negación del hombre al que en nombre de una
verdad mal entendida se está dispuesto a matar.
Nuestros sabios de Oriente, bien dispuestos y abiertos a las evidencias de la razón y a las revelaciones
de la Escritura, encuentran al niño y le ofrecen sus dones. Son toda una profesión de fe: oro (el niño es
el rey celestial), incienso (es el Hijo de Dios), y mirra (su trono y su gloria serán la cruz).
Una afortunada tradición ha querido que los reyes magos sigan trayendo sus regalos a niños y mayores
del mundo entero (últimamente se distribuyen el esfuerzo con San Nicolás, también llamado Santa
Klaus). Pero solemos darle a esta tradición un moralismo indebido: los regalos dependen de si hemos
sido buenos, de si nos hemos portado bien. Como si fueran el premio a un mérito acumulado. Pero esto
no es así. Los regalos se hacen porque se quiere a la persona agraciada, y con el regalo se le “dice” ese
amor, se confirma su ser y se celebra que exista. Es importante que nos hagamos regalos unos a otros,
como expresión de esos vínculos esenciales que están más allá de todo mérito.
Los magos confiesan y testimonian con sus regalos. Nosotros deberíamos tratar de regalar al mundo el
testimonio de nuestra fe, sin miedo y sin vergüenza, dando razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15).
Es el mejor regalo que le podemos hacer, pues el mundo necesita a este niño que ha nacido en Belén.
Regalar la luz que hemos visto en medio de la noche y que hemos recibido con nuestra fe. Sí, ese es el
mejor regalo que podemos y debemos hacer en este mundo no ideal en el que Jesús ha nacido para
todos: ser nosotros mismos estrellas que indican el camino que lleva a Belén a todos aquellos que
buscan a Dios, y que, incluso sin saberlo, necesitan a Cristo.
José María Vegas, cmf