LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
8 de diciembre de 2012
Gén 3, 9-15.20; Ef 1, 3-6, 11-12, Lc 1, 26-38
Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo . Estas palabras de la anunciación que
acabamos de escuchar en el evangelio, no tienen sólo un significado puntual. Afirmar
que María está llena de gracia y que el Señor está con ella es afirmar una realidad que
le es propia de una manera única. De ello nos habla, hermanos y hermanas, esta
fiesta mariana de la Inmaculada, tan arraigada en nuestra tierra.
Efectivamente, la solemnidad de hoy nos remite al inicio de la existencia de Santa
María, al momento de su concepción. Dios, en su amor, la custodiaba; aquel nuevo ser
ya desde entonces fue santificado con la gracia divina para que siempre fuera
irreprensible a los ojos de Dios. Por eso los cristianos de las Iglesias de oriente la
llaman "Toda Santa" por ser llena de gracia . La concepción de María constituye la
primera luz de la aurora de nuestra salvación. Porque la razón de esta concepción es
la encarnación del Verbo de Dios y, por tanto, hacer posible la venida de Dios en
medio de la humanidad como luz esplendente que le ilumine el camino. El Hijo de Dios
se hace visible a través de la humanidad que ha recibido de su Madre para llevar a
cabo la salvación del mundo. Efectivamente, María fue concebida, nació y creció para
llevar a cabo la misión de ser la Madre de Jesucristo, Dios hecho hombre. Por eso
podemos decir que María forma parte del misterio de amor de la Santa Trinidad a la
humanidad. La vocación de aquella niña que comenzaba su existencia, la constituía
templo del Dios Santo durante el tiempo que debería llevarlo en las entrañas y por eso
debía ser santa también ella desde los inicios, esta santidad será muy personal y la
llevará a acoger antes en el corazón que en las entrañas a Aquel que es la Palabra de
Dios. La vocación divina que le fue concedida pedía que ella colaborara de forma
eminente. Por ello, con una fe inquebrantable y con un gran amor puso toda su
existencia al servicio de Jesucristo, al que acogió ya en el momento de la encarnación
con una docilidad plena y generosa, tal como hemos oído en el evangelio. A medida
que avanzaba "más y más en la peregrinación de la fe" (cf. Lumen Gentium, 58), María
iba convirtiéndose siempre con mayor intensidad en servidora y discípula de su hijo
acogido también como Señor.
Hoy, una vez más, la proclamamos bienaventurada ya desde el inicio de su existencia.
Y al mismo tiempo queremos aprender de ella porque nos es modelo ejemplar de vivir
la fe y de santidad evangélica. Es modelo del hombre plenamente realizado, tal como
lo había pensado Dios al comenzar su proyecto creador. En efecto, ante la opción
entre el bien y el mal, ante la posibilidad de abrirse o cerrarse a la interpelación de
Dios, Adán y Eva quisieron usar su libertad para hacerse plenamente autónomos, no
quisieron acoger la Palabra de Dios que les indicaba el camino de la vida para llegar a
su plenitud humana. Estas dos figuras emblemáticas -Adán y Eva- nos hacen ver
cómo la humanidad se encontró abocada al fracaso al querer dejar de lado el proyecto
divino. Pero, Dios no desistió de su amor y de su voluntad salvadora; lo
escuchábamos en la primera lectura, tomada del libro del Génesis. Y nos dio a
Jesucristo como liberador de aquella situación, como camino de participación en la
vida divina que habíamos perdido. Nos lo dio –a Jesucristo- a través de la maternidad
de María. Ella, que es la primera en responder a lo que Dios esperaba de la
humanidad desde sus inicios, se abrió a la interpelación divina, puso su libertad al
servicio del Dios del amor. Y encontró la alegría, la plenitud de su existencia personal,
la participación de la vida divina, hasta llegar a participar de la gloria de Cristo.
La santidad que María recibe en el momento de su concepción, al inicio de su
existencia, es un fruto anticipado de la gracia de la cruz de Jesús. En este sentido,
podemos decir que ella pertenece ya a la humanidad liberada que recobra por la
gracia la semejanza de Dios perdida a causa del pecado de los primeros padres. Hoy
lo celebramos porque vemos aquí el inicio de la restauración de la naturaleza humana
según el plan que Dios tenía cuando llamó a la humanidad a la existencia: hacer que
cada miembro del género humano reprodujera en él la imagen de Jesucristo.
Hoy hacemos fiesta, también, porque somos conscientes de que María es un don de
Dios para la Iglesia, él quiere enriquecer a su pueblo con el don espiritual que es la
Madre de Jesús. En el momento de la preparación de la plenitud de los tiempos (Gal 4,
4), ella aparece, en su concepción y luego en su nacimiento y en su vida como síntesis
ideal del pueblo santo de Dios. Efectivamente, Dios había creado el ser humano a
imagen y semejanza suya y quería elevar a la humanidad, llamada a un diálogo
confiado con él, a participar de la vida divina por medio de la unión con Cristo, el
Salvador anunciado ya inmediatamente después de la desobediencia de los primeros
padres. Participar de esta vida divina significa acoger el Evangelio con corazón abierto
y vivir las bienaventuranzas, como medio de reproducir en nosotros la imagen de
Jesucristo. Dios nos hace la propuesta, como camino de felicidad y de vida para
siempre, pero es cada persona, cada uno de nosotros, quien libremente debe acogerla
para poder llegar a esta realización en plenitud, mediante el crecimiento espiritual y del
amor fraterno. Este es el camino que Dios nos propone seguir. María es la guía
gozosa que nos indica la ruta en el cortejo del camino pascual de Jesucristo.
Nosotros con nuestro pecado y con nuestra falta de correspondencia al querer de
Dios, hemos desfigurado la huella divina que recibimos al ser llamados a la existencia.
Pero María nos muestra que viviendo el Evangelio podemos llegar a ser plenamente
humanos venciendo el pecado y el mal y abriéndonos dócilmente a Dios. Mirándola a
ella, entendemos que el verdadero humanismo es vivir según la Palabra de Dios,
porque esta Palabra nos hace plenamente humanos, llena los deseos más íntimos de
nuestro corazón y nos abre a la divinización, a la participación de la vida en Cristo.
La eucaristía nos ofrece una anticipación si la acogemos con corazón abierto, si la
celebramos con fe, si nos dejamos transformar, según el estilo de María, por la
presencia de Cristo.