MIÉRCOLES DE CENIZA
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
22 de febrero de 2012
Mt 6, 1-6.16-18
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy destaca una característica especial que tendríamos que vivir en este
tiempo de cuaresma: el ayuno. Ya en la oración inicial pedíamos que Dios nos
concediera la gracia de vivirlo. Puede parecer extraño en nuestros días. ¿Por qué
pedimos que nos sea concedido de vivir el ayuno? Encontramos la respuesta en la
Sagrada Escritura. Hablan de él muchos textos; el ayuno siempre es visto, no como un
fin en sí mismo sino como participación del cuerpo en la actitud espiritual de humillarse
ante Dios. Humillarse para reconocer su santidad y nuestra pequeñez de seres
creados y pecadores; humillarse ante Dios para implorar su perdón tanto a nivel
individual como colectivo; humillarse para acompañar la oración de petición, para
preparar a una misión. En toda circunstancia, el ayuno expresa el abandono confiado
del creyente al Amor misericordioso y salvador de Dios (cf. X. LEON-DUFOUR,
Dictionnaire du Nouveau Testament , p. 316).
Como veis, el ayuno bíblico, y por tanto el ayuno cristiano, tiene un objetivo bien
diferente de lo que suponen las prácticas ascéticas de otras religiones y las terapias
dietéticas. El ayuno bíblico, el ayuno cristiano, está en relación con la fe en el Dios
creador y salvador que se revela en Jesucristo y nos da a conocer a qué gloria
estamos llamados. Por eso la oración inicial de esta celebración pide que nos sea
concedido de vivir un "ayuno santo" (cf. Edición típica latina); un "ayuno santificador",
dice la versión catalana poniendo el acento en el fruto de transformación de la persona
que da el ayuno vivido para Dios y ante Dios. Por ello, según la tradición bíblica, el
ayuno debe ir acompañado siempre de la oración y del amor fraterno; particularmente
del amor a los pobres, un amor que debe traducirse en limosna, en compartir los
bienes materiales con quienes pasan necesidad. Ayuno, oración, amor a los demás
como concreción de la voluntad de conversión y de retorno renovado a Dios, son las
tres prácticas que la pedagogía de la Iglesia nos propone vivir durante la
cuaresma. Por eso hoy nos hace escuchar en el evangelio la manera cómo Jesús
quiere que las vivamos las tres.
La Iglesia, el Miércoles de Ceniza, nos hace pedir que practiquemos "un ayuno santo"
y "santificador". Pero en occidente hemos eliminado casi por completo la práctica
eclesial del ayuno, una forma del cual es, también, la abstinencia de carne. El ayuno
que proviene de la práctica de Israel (cf. Jl 2, 12), que Jesús practicó (cf. Mt 6, 16-18) y
propuso a sus discípulos para cuando él ya no estuviera (cf. Mt 9, 15), que la gran
tradición de la Iglesia ha practicado -y práctica todavía sobre todo en el oriente
cristiano-, está cada vez menos presente en la espiritualidad de los cristianos de
occidente. Pero, no debemos olvidar que comer pertenece al ámbito del deseo. Y
ayunar supone una ascesis de lo que nos parece que necesitamos, a veces más a
causa de nuestro afán o los reclamos publicitarios que por auténtica necesidad. En
este sentido, el ayuno cuaresmal ayuda a educar nuestros deseos, tanto a nivel de
comida como de las tendencias a satisfacer nuestro gusto, a dejarnos llevar por
aquello que nos atrae y nos seduce, por prácticas que crean dependencia, etc. El
ayuno entendido en sentido amplio nos permite discernir entre deseos auténticos y
falsos deseos. Porque no sólo nos nutrimos con el alimento material, sino también con
palabras, con gestos, con relaciones personales, con los contenidos que nos aportan
los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, y con tantas otras cosas que
deberían ser evaluadas para ver si nos ayudan a vivir auténticamente o nos alejan de
la respuesta que debemos dar a Dios (cf. E. BIANCHI, Le parole della spiritualità , p.
157-160).
La propuesta de ayuno -incluido el ayuno de los deseos- que nos hace la Iglesia a
partir de su sabiduría espiritual y de su experiencia pedagógica secular, no nos
debería pasar por alto. Cada uno debería encontrar la medida del propio ayuno, en la
comida y en la bebida, y, también, en todo aquello que de alguna manera nutre
positiva o negativamente nuestra inteligencia, nuestra afectividad, nuestros
sentimientos, nuestras relaciones humanas, nuestros ocios y evasiones. Cada uno
tiene que ver en qué cosa debe poner moderación o bien debe abstenerse totalmente.
Moderar el uso de las cosas, vivir con sobriedad, debe ayudar a moderar nuestros
deseos y conocer la tendencia al mal que hay dentro de nosotros. Así seremos más
conscientes de cuáles son las cosas de las que tenemos hambre, de las que nos
nutrimos, de las que vivimos. Y a partir de aquí podremos ordenar nuestros deseos en
torno a lo que es verdaderamente central en nuestra vida de cristianos. El ayuno -tanto
de la comida y la bebida como de otras cosas- debe ser siempre según lo que Jesús
enseña en el evangelio de hoy. Él sabe que fácilmente podemos tener la tentación de
convertir el ayuno en un alarde de falsa espiritualidad o en una obra que busca
obtener méritos en vez de manifestar la humildad ante Dios. Por eso el ayuno ha de
vivir en el secreto, en la humildad, buscando sólo responder a la llamada a conversión;
buscando hacernos aptos para recibir el perdón de Dios, abrirnos más a la justicia, a la
solidaridad, a compartir nuestros bienes. En una palabra, buscando el abrirnos más al
amor de Dios y del prójimo, sobre todo ahora cuando tanta gente sufre las
consecuencias de la crisis. De lo contrario, sería mejor no ayunar y, por tanto, no
iniciar siquiera el ejercicio cuaresmal.
Porque iniciar la cuaresma participando en esta celebración requiere la coherencia de
iniciar un proceso de conversión y de renovación espiritual. Efectivamente, la ceniza
que recibiremos dentro de unos momentos nos instituye como pecadores públicos. Por
el hecho de acercarnos a recibirla, reconocemos ante todo el mundo que somos
pecadores. Pero, al mismo tiempo, nos confiamos a la misericordia de Dios que no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11). Con este
espíritu hemos de vivir esta celebración y la cuaresma. Porque recibir la ceniza e
iniciar el ejercicio cuaresmal nos tiene que llevar a convertirnos, a una mayor fidelidad
a la Palabra de Dios, a moderar nuestros deseos, a amar más al Dios del Amor
crucificado y, desde él, a toda persona. Así podremos llegar con alegría a la Santa
Pascua y renovar con nueva vitalidad nuestros compromisos bautismales.