DOMINGO II DE CUARESMA (B)
Homilía del P. Cebrià Pifarré, monje de Montserrat
4 de marzo de 2012
Gén 22: 1-2.9a.10-13.15-18; Rom 8:31 b-34; Mc 9:2-10
Cada año, en el II Domingo de Cuaresma, la liturgia nos invita a contemplar la escena
de la Transfiguración de Jesús. De este evento, que es como una anticipación del
estallido luminoso de Pascua, este año hemos leído la versión del Evangelio de
Marcos. Este Evangelio, que es como una introducción al relato de la Pasión, se
complace en insistir en la visión de Jesús como Hijo del hombre, y en el carácter
paradójico de su mesianismo, hecho de luz y de sombras. Así se constata en lo que
constituye el centro de la secuencia evangélica de hoy: la revelación de Jesús como
Hijo amado del Padre del cielo.
Sobre los tres discípulos que acompañan a Jesús en la montaña, el mismo Evangelio
de Marcos, un poco antes del pasaje que hemos escuchado hoy, hace notar que
resistieron obstinadamente a Jesús cuando con toda claridad les anunció los
sufrimientos y la crucifixión del Mesías. Los hermanos Santiago y Juan, no sólo
mostraron su rechazo al anuncio de la pasión, sino que por el camino, de manera
mundana, irreflexiva, hasta discutían cuál de ellos sería el más importante en el Reino
del Mesías. No menos mundana fue la actitud de Pedro. Aunque hacía bien poco que
había confesado a Jesús como Mesías, cuando este anunció la pasión del Hijo,
pensando hacerle un favor, se puso a contradecirle. No había entendido el sentido
profético de la misión de Jesús. Su sueño de un Mesías triunfante, sin las marcas de la
pasión, aliado del poder político, fue tildado de satánico por Jesús: «¡Quítate de mi
vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!».
La escena de la Transfiguración de Jesús, tal como la cuentan los evangelios, está
llena de referencias simbólicas al AT. Jesús se manifiesta a los discípulos envuelto en
la gloria de Dios. Haciéndole compañía, testimoniando su mesianidad, aparecen
Moisés y Elías, los videntes que habían experimentado también la proximidad del
misterio divino en la montaña, y que según las tradiciones de Israel, arrancados de la
muerte, habrían sido llevados cerca de Dios. Así, pues, el que los profetas habían
anunciado, el esperado por todos los pueblos, ahora está aquí, como «el Hijo del
hombre sobre las nubes», también como el «Hijo y siervo" de Dios, humilde y pobre,
celebrado por Isaías, como si viera lo invisible. ¿Mesías, este hombre
perseguido? ¿Resucitado, este hombre crucificado? Tocamos aquí el lado incómodo y
perturbador del Evangelio, la realidad de la experiencia creyente, hecha de luz y de
sombras, desde la que confesamos la mesianidad de Jesús y la salvación que se
deriva.
Al contemplar, por unos instantes, la gloria divina, trascendente, que irradiaba la
humanidad de Jesús, Pedro, lleno de espanto, fuera de sí, como si buscara retener la
luz del Tabor, lejos de los dolores de la Pasión, exclama : « Maestro, ¡qué bien se está
aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Pero no es posible acampar arriba del Tabor, como si ya hubiera llegado el tiempo del
reposo eterno, y se pudiera esquivar las sombras y conflictos de la historia.
Ciertamente, desde la nube que envolvía a los discípulos se oyeron unas palabras
que, además de destacar la singularidad de Jesús, ratificaban el carácter trascendente
de su Palabra: «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo». De pronto, sin embargo, a
semejanza de los discípulos, al mirar alrededor, no vemos sino el rostro familiar del
crucificado. Y nos damos cuenta de que lo decisivo para nosotros no es rehacer las
 
manifestaciones desconcertantes que los apóstoles contemplaron en la montaña, sino
acoger lo irreversible de su testimonio sobre Jesús. Más grande que Moisés, mayor
que Elías, Hijo amado de Dios, Jesús es la palabra que hay que escuchar, la luz que
hay que contemplar. Que con la fuerza del Espíritu nos convirtamos en oyentes fieles
de la Palabra que Dios nos dirige en la montaña del Tabor, de manera que nuestra
vida sea dirigida por Jesús y su Evangelio. Así, siguiendo sus pasos, podremos
recorrer los caminos que a través del Viernes Santo nos introducirán hasta las
estancias de la Pascua eterna.