DOMINGO IV DE CUARESMA (B)
Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat
18 de marzo de 2012
2 Crón 36,14-16.19-23; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21
Hermanas y hermanos: El camino cuaresmal que estamos haciendo es un itinerario
que nos conduce a la máxima prueba de amor que Dios nos ha dado. Dios, como
recordamos particularmente en este tiempo de cuaresma, nos ha entregado a su Hijo
único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tenga vida
eterna. Esta es la máxima prueba de amor de un Dios, que se ha acercado a nosotros
y en Jesucristo nos ha amado hasta la muerte en cruz. He aquí el signo que nos
identifica como cristianos: la cruz, plantada en el corazón del mundo y de la historia,
revela a los ojos de la fe la paradoja de un Dios que, en Jesucristo, ha querido morir
para que nosotros tengamos vida.
Con todo, si damos una mirada a nuestro entorno y a nuestra cotidianidad, nos
podemos preguntar: ¿y qué cambia esta afirmación fundamental de nuestra fe en
nuestra vida y en nuestro mundo? Es cierto que a menudo podemos echar de menos
señales o signos claros y evidentes del amor de Dios para todas las personas del
mundo y de la historia humana. Hablar de esperanza, de un Dios que nos ama y nos
salva, de Jesucristo que ha venido para curarnos y liberarnos de todo mal, puede
parecer hoy día de un optimismo casi insolente cuando constatamos en nuestro
entorno cómo tantas situaciones, sean a nivel social, laboral o familiar, no son
precisamente motivos para el optimismo ni la esperanza. Y con todo, una lectura
creyente de la vida y del mundo no se detiene en la búsqueda de soluciones
económicas, sociales y políticas que indudablemente tenemos que explorar. Pero más
allá de todo pragmatismo, de las contingencias que nos toca vivir, o de las evidencias
que pueden contradecir nuestra fe, no podemos dejarnos llevar por la inercia del
pesimismo, del "todo va mal y no hay nada que hacer "; el mensaje que se nos pide es
ser signos de vida y de salvación: mantener la esperanza cuando más necesidad hay
de esperar, mantener la fe cuando más necesidad hay de creer y persistir.
En el evangelio de hoy se nos habla de un encuentro de Jesús con un importante
fariseo, llamado Nicodemo. Según el relato, es Nicodemo quien toma la iniciativa y va
«de noche» donde se encuentra Jesús. Intuye que Jesús es un hombre «que ha
venido de parte de Dios», pero aún lo desconoce. Jesús le irá conduciendo a la luz.
Nicodemo representa en el relato a todo aquel que busca sinceramente encontrarse
con Jesús. Por ello, en cierto momento, Nicodemo desaparece de escena y Jesús
prosigue su discurso para acabar con una invitación general a no vivir en las tinieblas,
sino a buscar la luz y vivir de acuerdo con la verdad.
"Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el
Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna". Es de este Jesús,
elevado en la cruz, de quien brota la luz, la esperanza y la vida que Dios nos da y la
prueba más grande de su amor.
¿Reconocemos en el Crucificado todas estas realidades? Estamos tan acostumbrados
a ver la cruz desde pequeños, que casi no llegamos a ver en el rostro de Jesús todo lo
que ha hecho por nosotros. Nuestra mirada distraída no acaba de descubrir en este
rostro la luz que podría iluminar nuestra vida en los momentos más duros y difíciles.
Desde este rostro apagado por la muerte, desde esos ojos que ya no pueden mirar
con ternura a pecadores y prostitutas, desde esta boca que no puede gritar su
indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, ni proclamar la misericordia
del Padre, Dios nos está revelando su amor por la Humanidad. En estos brazos
extendidos que no pueden ya abrazar a quienes acudían a él, y en esas manos
clavadas que no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, está Dios
con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras vidas, y las de todos
aquellos que experimentan el dolor y el sufrimiento.
«Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo
se salve por él». Podemos acoger a este Dios y lo podemos rechazar. Nadie nos
fuerza. Somos nosotros los que tenemos que decidirlo. « La luz vino al mundo » y está
en nuestras manos acogerla o no.
Jesús asume en la cruz la obra reconciliadora de Dios por nosotros y a pesar de
nosotros. Como grano de trigo caído en tierra y sepultado en las entrañas del mundo,
Jesús es promesa de vida nueva, de un amanecer de resurrección que despunta como
una Buena Nueva para nuestro mundo. Como levadura escondida, como luz que
quiere ser luz en la oscuridad de nuestras dudas, Jesús se nos da como una palabra
llena de sentido para la vida y la muerte de nuestra humanidad. Su luz es hoy también
la nuestra y estamos llamados a dejarnos iluminar por ella y esparcirla a todos los que
nos rodean; a ser en toda situación un sacramento del amor de Dios para todos los
que, como Nicodemo, le buscan con sincero corazón.