SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
19 de marzo de 2012
Mt 1, 16. 18-21. 24
Hoy, queridos hermanos y hermanas, celebramos con alegría la solemnidad de san
José, aquel hombre, de una aldea perdida en medio de un valle de Galilea, que se ha
convertido en un lugar conocido en todo el mundo cristiano y muy popular en nuestra
tierra. Hoy alabamos a Dios y le damos gracias por la obra que hizo en la persona de
nuestro santo y por la obra que le confió, cerca del niño Jesús, al servicio de la
salvación del mundo. El testimonio de san José que da el evangelio es el de un
hombre de fe, bueno y fiel, que a pesar del desconcierto que le provoca la gravidez de
María , su amada, con la que tenía previsto unirse en matrimonio, se fía de la Palabra
de Dios que le es dirigida y se dedica prontamente a ponerla en práctica. Se da cuenta
de que el plan divino le pide modificar su proyecto de vida. Y es lo suficientemente
generoso para adaptarlo respetuosamente al plan de Dios. Tiene conciencia de
encontrarse ante un misterio inefable que escapa a su plena comprensión. Y puede
intuir que le traerá dificultades, porque conoce lo suficiente la Escritura que es
proclamada cada sábado en la sinagoga para saber que las cosas de Dios nunca son
coser y cantar. Hoy damos gracias por este hombre de Dios y nos confiamos a su
oración.
La liturgia de hoy, sin embargo, fijándose en la misión de San José, se fija en la de los
que formamos la Iglesia. Ve una relación estrecha entre la misión del esposo de María
y la nuestra. A él, le fue confiada -tal como hemos oído en el evangelio- la persona de
Jesús y los inicios del plan de salvación de la humanidad, que empezaba
precisamente con la encarnación del Hijo de Dios. Y, de una manera similar, el
conjunto de la Iglesia y a cada uno de sus miembros -a nosotros también, pues- nos
ha sido confiado custodiar el misterio de la salvación que nos ha revelado Jesucristo y
de hacerlo avanzar en nuestros días hacia su plenitud (cf. oración colecta). En otras
palabras, nos ha sido confiado hacer presente a Jesucristo en nuestro mundo y
trabajar para que todos lo conozcan y puedan entrar en relación de amistad y de vida
con él. Así el plan divino de la salvación, que no es otro que la liberación integral de
las personas, se irá abriendo camino en el interior de los corazones para llevarles luz,
paz y alegría. Así, también, la sociedad se irá haciendo más solidaria y avanzará hacia
aquella fraternidad universal que Dios tiene pensada desde el inicio de la creación.
Una fraternidad centrada en Jesucristo, el hermano mayor de cada ser humano.
El misterio que nos ha sido confiado, a semejanza del que fue confiado a San José, no
es otro, pues, que Jesucristo y su Evangelio. Esto significa que hemos de acoger la
Palabra de Dios en el propio interior como fuente de vida y que tenemos que vivir
intensamente, también, la celebración de la Eucaristía y los demás sacramentos.
Ahora bien, esta dimensión de acogida y de anuncio no agota las exigencias del
misterio que nos ha sido confiado para que lo hagamos avanzar hacia la plenitud. Es
necesario, además, el amor a los demás, que se hace concreto en la solidaridad y en
el compromiso para construir una sociedad mejor y, en situaciones de mayor
emergencia, ofreciendo la aportación solidaria que podamos. Como afirma el Papa
Benedicto XVI, "la solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de
todos" (Caritas in veritate, 38). Por ello, los problemas sociales deben despertar
nuestra sensibilidad cristiana, particularmente ahora que cada día se agrava más la
crisis económica empobreciendo a muchas familias y creando situaciones límite, ahora
que el sufrimiento y la falta de esperanza penetran tantos ámbitos de la
vida cotidiana. Detrás de la crisis, hay una profunda carencia ética, que es carencia de
amor, de solidaridad y de justicia. No podemos permanecer indiferentes, quienes
hemos recibido la misión de custodiar el Evangelio de Jesucristo para hacerlo vida de
la humanidad. Las soluciones no son fáciles, pero debemos evitar que se busquen en
maneras de hacer que fragilizan a los trabajadores y les hacen mermar sus derechos,
que penalizan a las personas con menos recursos, como en los casos de las hipotecas
que no se pueden pagar.
Los cristianos, siguiendo la enseñanza de Jesús que nos dice que es posible otra
manera de gestionar las cosas, hemos de colaborar para hacer una reflexión que
ayude a salir de la situación actual y a no volver a caer en las prácticas que la han
provocado. Esta reflexión nos debería llevar a orientar la economía hacia el satisfacer
las necesidades de las personas y de las familias, porque el criterio central de una
economía ética debe ser el respeto a la dignidad de la persona y a la dignidad del
trabajo. El papa Benedicto XVI lo dice de una manera muy gráfica: "el mercado no es
ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil", y aún, la
economía debe estar orientada por "una ética amiga de la persona" (cf. Caritas in
veritate, 36 y 45). No todo eso es cosa que esté a nuestro alcance. Pero con la
oración, con nuestro compromiso, con el diálogo que crea opinión, con el voto
democrático, podemos ayudar modestamente a encontrar nuevos caminos. Sabemos -
como dice un documento reciente de la HOAC y la JOC- que la situación actual de "la
economía pide unas medidas políticas concertadas en el ámbito internacional que
subordinen la economía financiera a la economía productiva. Para ello es necesario, -
continúan diciendo -como ha pedido insistentemente Benedicto XVI y el Pontificio
Consejo Justicia y Paz, una reforma del sistema financiero internacional [...] para
avanzar en la justicia social y en la comunión de bienes, redistribuyendo efectivamente
la riqueza existente; y a la vez hay que controlar, también, la economía especulativa y
frenar el afán desmedido de lucro "(cf. Comunicado conjunto del 17 de febrero de
2012).
El misterio de la salvación que en sus inicios fue confiado a San José y luego a la
Iglesia porque a través del tiempo lo fuera llevando a plenitud, ahora se hace presente
en la Eucaristía. Este misterio no es otro que Jesucristo que se entrega para liberarnos
y abrirnos las puertas de una existencia plena en el reino de los cielos. Acojámoslo,
con la fe y la disponibilidad de San José. Y hagámoslo vida de nuestra vida.