SÁBADO V DE CUARESMA
CENTENARIO DEL NACIMIENTO DEL P. ABAD GABRIEL BRASÓ
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
31 de marzo de 2012
Ez 37, 21-28; Jn 11, 45-56
Hermanos y hermanas: Las lecturas de la liturgia de hoy, a las puertas de la Semana
Santa, nos ayudan a comprender el sentido profundo de la muerte de Jesús. Más allá
de las circunstancias históricas, políticas y religiosas, hay un misterio de amor. Hay
una entrega de Dios a la humanidad. Hay una entrega por amor de parte de
Jesús. Las lecturas de hoy, pues, nos ayudan a vivir desde esta perspectiva todos los
episodios de la pasión y muerte de Jesús que conmemoraremos en estos días santos.
El núcleo del mensaje es la frase del sumo sacerdote cuando dice: os conviene que
uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera . Él lo decía movido por su
concepción religiosa que veía en Jesús una amenaza para la fe de Israel. Y también
movido por una visión política; temía que, debido a las palabras y las acciones de
Jesús y de la repercusión que tenían en la gente, el poder romano con sus fuerzas de
ocupación, tomara represalias contra el templo y sus dirigentes. Caifás quería
asegurar la tranquilidad y el orden. Pero el evangelista, que reflexiona sobre esta frase
a la luz de la pascua, ve un alcance mucho mayor, mucho más profundo; ve una
afirmación teológica. La muerte de Jesús no es un accidente en su camino ni en el
plan de Dios. No es sólo una condena injusta de un hombre justo.
El sumo sacerdote , que era la máxima autoridad religiosa y el máximo representante
del pueblo de Israel, tenía una autoridad que venía de Dios. Por eso, en aquel
momento, ante el Sanedrín, hablaba proféticamente sobre el sentido de la muerte de
Jesús. Habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación . Y esta
afirmación, en la explicación que da el evangelista, tiene un doble significado. Por un
lado, expresa que Jesús por medio de su muerte asegurará la salvación de su pueblo,
es decir, el pueblo judío. Y, por otra parte, expresa que reunirá a todos aquellos que,
esparcidos por todo el mundo, son atraídos por el amor del Padre celestial. La
salvación, pues, que viene de la muerte de Jesucristo es para toda la
humanidad. Jesús dará la vida para servir por amor a la humanidad, liberándola y
abriéndole el acceso filial a Dios. Estos días santos lo viviremos con el agradecimiento
de saber que ese amor hasta el extremo de Jesucristo (cf. Jn 13, 1) es "por nosotros y
por nuestra salvación" (cf. Credo).
Hoy conmemoramos el centenario del nacimiento del P. Abad Gabriel Brasó Tulla. Fue
un hombre que quiso tomarse en serio a Jesucristo y su Evangelio y, por ello, se tomó
en serio la vida de monje y su condición de hijo de la Iglesia. Nacido en Sarrià el 29 de
marzo de 1912, cursó brillantemente la carrera eclesiástica en el Seminario de
Barcelona. Recibió la ordenación presbiteral en 1935. En 1941 entró en nuestro
monasterio. Y profesó en él en 1942. Luego, fue a Roma donde obtuvo las licencias en
Teología y en Arqueología cristiana. Vuelto a Montserrat, el P. Abad Aureli lo nombró
prior. Y en 1961 fue elegido Abad coadjutor de nuestro monasterio. Movido
precisamente por el ejemplo de Jesucristo, que debe ser la norma de todo abad (cf.
Regla de san Benito, 2, 2), escogió como lema la frase "Servir en el amor". El P. Abad
Gabriel era de una fidelidad insobornable a sus ideales. En su servicio abacial,
favoreció la renovación de la vida monástica de la comunidad según las directrices del
Concilio Vaticano II. Promovió, en 1965, la celebración del II Congreso Litúrgico de
Montserrat. Eran unos tiempos difíciles, de crisis en la Iglesia y en el interior de la
comunidad. Entre las ideas que surgían, a menudo era difícil ver claro; con sus
cualidades y con sus límites, con su temperamento directo, trató de actuar de la mejor
manera posible en bien de la comunidad y de la Iglesia, sin que, ni a él ni a muchos,
les fuera ahorrado el sufrimiento. En el ámbito social, fue un defensor de los derechos
humanos y de la libertad de expresión. Y por eso no dudó de enfrentarse con algún
miembro significativo del gobierno de entonces; así evitó, entre otras cosas, el cierre
de la revista "Serra d'Or".
El año 1966 fue elegido Abad Presidente de la Congregación Benedictina de
Subiaco. Esto le supuso dejar Montserrat y pasar a residir en Roma. Allí, su deseo de
servir a la Iglesia se abrió a un alcance mundial, a través sobre todo del servicio a los
monasterios que tenía encomendados. Su teología y su espiritualidad litúrgica así
como su doctrina monástica, enriquecieron a los monasterios. Además, su posterior
designación como Vicario del Abad Primado de la Confederación Benedictina, amplió
su irradiación monástica. Las comunidades a las que sirvió, guardan un gran recuerdo
por su testimonio de fe profunda y por sus orientaciones de vida monástica. Dada su
relación con el Papa Pablo VI, desde los tiempos en que Montini era arzobispo de
Milán, le fueron confiadas algunas misiones de confianza por parte de la Santa Sede,
lo que le permitió, entre otras cosas, poder trabajar para que los obispos de
las diócesis catalanas fueran de la tierra o conocieran su lengua y su manera de ser.
Su buena salud, que le había permitido viajar repetidamente por el mundo visitando los
monasterios, sufrió de golpe una interrupción brusca en mayo de 1977; le
descubrieron un tumor maligno que en pocos meses lo fue minando. Quiso, sin
embargo, que su enfermedad fuera un último "servicio en el amor" a los monasterios y
a la Iglesia, a pesar de la debilidad creciente, pese a los momentos de oscuridad.
Murió en el fin de año del 1978, aquí en Montserrat, y fue sepultado en la cripta de
esta basílica. El día antes de su fallecimiento, quiso despedirse de la comunidad a su
alrededor; expresó su confianza en el Señor, agradeció todo lo que había recibido de
Montserrat -que había ocupado un lugar central en su vida, según dijo- y todas las
atenciones que habían tenido con él durante la enfermedad así como la oración de la
comunidad por él; humildemente pidió perdón por lo que no hubiera hecho bien en su
misión pastoral, insistió iciendo que fuéramos fieles a Jesucristo como monjes. Y
acabó expresando el deseo de ir hacia el Padre (G. Brasó, Servir en l’amor .
Publicaciones de la Abadía de Montserrat, 1978, p. 178).
La misma vigilia de la muerte, había escrito una carta de despedida a los monasterios
de la Congregación de Subiaco, que él presidía. Agradecía que el Señor lo hubiera
amado y hubiera querido que él lo conociera y le quisiera; agradecía que, a pesar de
sus pecados y de sus infidelidades al Amor, el Señor se hubiera hecho su perdón y su
esperanza; el Señor que en aquellos momentos le estaba dando los retoques
necesarios -decía- para prepararlo para el encuentro con él, cuando por los méritos de
Jesucristo pudiera pasar de este mundo al Padre. Y terminaba dejando como
testamento espiritual a las comunidades una convicción suya muy profunda: "el monje
debe ser un enamorado de Cristo" (cf. ibíd., P. 175-176).
Hoy, damos gracias a Dios por este hermano nuestro que sirvió a Montserrat, a los
monasterios de la Congregación de Subiaco, a la Confederación benedictina y a la
Iglesia; por este hermano que, por fidelidad al Evangelio, sirvió, también, a Cataluña.
Y, mientras expresamos el deseo que Dios le haya concedido participar en el gozo de
la casa del Padre, nos sentimos alentados por su ejemplo a poner a Jesucristo en el
centro de nuestra vida, para corresponder al amor del Señor, el cual, tal y como afirma
el evangelio de hoy, no dudó de dar la vida por nosotros, por toda la humanidad.