VIERNES SANTO. CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
6 de abril de 2012
Is 52, 13-53, 12; Heb 4, 14-16; 5, 7-9; Jn 18, 1-19, 42
Hemos comenzado esta celebración en silencio, todo el mundo arrodillado y los
ministros postrados en el suelo. Es la actitud que procede ante el misterio de la muerte
de Jesús en cruz, ante la santidad de Dios que en su designio de amor ha querido que
la cruz tuviera un lugar central en la humanidad. Postrados y arrodillados en silencio
ante la crueldad del sufrimiento del Señor, ante la magnitud del sufrimiento del mundo;
de un sufrimiento que Jesús ha asumido. Postrados y arrodillados en silencio porque
sabemos que la pasión de Jesús continúa aún en sus miembros del cuerpo eclesial,
en la humanidad. Compungidos y sin palabras ante el hecho de que la cruz de Jesús
es para nuestra salvación: él tomaba sobre sí el pecado de todos, intercedía por todos
y sus heridas nos han curado (1 Pe 2, 24). El alcance de todo esto, escapa a nuestra
comprensión. Pero, intuimos el misterio de amor.
La liturgia de esta tarde, hermanos y hermanas, nos presenta la pasión de Jesús
porque la consideramos contemplativamente; lo hace presentándonos una doble
dimensión. Por un lado, está la dimensión que podían captar los ojos que seguían el
itinerario de Jesús desde el huerto de Getsemaní hasta el Gólgota. Es la dimensión de
la humillación y del sufrimiento terrible, tanto a nivel físico como espiritual. Pero nos
presenta, también, otra dimensión, la que capta la fe iluminada por la victoria pascual
de Jesús cuando reflexiona sobre los hechos. No son dos visiones opuestas, sino
complementarias. Una capta el desarrollo externo de la pasión Jesús, la otra, nos hace
ver cómo el Hijo de Dios hecho hombre se daba por amor para llevar a cabo el plan
que, en su designio insondable, la Santa Trinidad había establecido. Tomando las dos,
podemos entender algo del misterio del Viernes Santo, porque nos damos cuenta del
sentido que le da Cristo y de su actitud espiritual con que lo vive. Así podemos captar
su alcance salvador y la grandeza del amor de Dios que se da en la cruz. Así podemos
captar toda la intensidad de aquella frase de san Pablo: Dios no perdonó a su propio
Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros (Rm 8, 32). Y, también, de aquella
otra de Jesús en el evangelio según san Juan: Ahora mi alma está agitada y, ¿qué
diré?: Padre líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora, Padre,
glorifica tu nombre (Jn 12, 27-28).
La cruz marca la hora de Jesús porque es el instrumento de su donación total. Y es,
también, como lo manifiesta la pasión según san Juan que acabamos de escuchar, el
trono donde Jesús es elevado y glorificado . Gracias a él, la cruz se convierte para el
creyente un árbol frondoso de vida en el Espíritu. La cruz es, además, el lugar máximo
de la donación del Dios Trinidad en la humanidad. Por eso la liturgia de esta tarde nos
lleva a venerar solemnemente la cruz. La veneramos en el fondo del corazón; pero, al
igual como lo hemos hecho con la postración del inicio, expresamos esta veneración
con gestos corporales. De este modo, ante la cruz manifestamos nuestro respeto
porque es el lugar divino donde Dios se revela como Dios humilde, como Dios del
amor, como Dios que hace una opción irrevocable para la humanidad y, por
tanto, como Dios solícito de los pecadores; Dios se revela, también, -en la cruz- como
solidario de las oscuridades del corazón y del sufrimiento. Dicho brevemente, en el
misterio de la cruz nos revela cómo es Dios, quién es el ser humano, a pesar de su
fragilidad y su pecado, y qué valor tiene cada persona a los ojos de Dios. Ante esta
realidad inefable de la cruz, nos arrodillamos, evocando las palabras que oyó Moisés
ante la zarza ardiente, que manifestaba la presencia de Dios: quítate las sandalias de
los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado (cf. Ex 3, 5). Sí, el misterio de la
cruz es sagrado . Por eso, la liturgia prevé que, al acercarse a ella para venerarla, se
pueda repetir el gesto de descalzarse que hizo Moisés; lo haré en nombre de
todos. Luego, podréis acercaros a la cruz y expresar con un beso la veneración y el
deseo de acoger el mensaje que Jesucristo nos da muriendo crucificado.
Venerando la cruz, no veneramos un objeto material, sino a Aquel que murió en
ella. Nos lo da a entender la antífona que cantaremos: "Tu cruz adoramos, Señor, y tu
santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al
mundo entero". Es una antífona que aúna las dos dimensiones de las que hablaba al
inicio: la del drama de la pasión y muerte de Jesús y la de la Pascua que ve cómo el
instrumento de patíbulo se transfigura en estandarte victorioso y en fuente de alegría y
de vida. Por ello, además, invocaremos el Crucificado, que ahora está en la gloria del
Padre, como "Santo es Dios, Santo y Fuerte, Santo e inmortal", y le pediremos que
tenga piedad de nosotros, que hemos sido la causa de su venida al mundo
precisamente para llegar a esta hora de la cruz.